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Jaime Rojas

La canaleja, crónica social de Segovia

Tardes de gloria

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A veces Segovia entra en ebullición y se dedica a brindarnos a la sufrida prensa de provincias algunos bocados que llegan a ser manjares. Ha sucedido en estos escasos días del nuevo año que tanto promete por movidito y por la porquería que fue el anterior, al menos en lo que a mí respecta. Y la culpa de esta gran esperanza blanca que es el 19 es la fuerza y el donaire de las segovianadas que nos acompañan en este enero, precisamente el mes de la lunita tan nuestra.
Los responsables de este comienzo fulgurante son el diablo y Vox –no tienen por qué ser lo mismo, aunque pueda parecerlo–. Ambos, sin ponerse de acuerdo, insisto, han coincidido en agitar el debate en la calle, en la tontuna de las redes sociales y, lo que es fundamental, en la barra de los bares que se resisten a cerrar en uno de los meses menos rentables del año. La estatua del demonio ha obrado el milagro, función que no le corresponde, y Vox, también, de provocar que volvamos a unos tiempos que teníamos almacenados por gentileza de una generación política y ciudadana –la anterior– que estuvo a la altura en el difícil trance de cerrar heridas.
Hoy estamos empeñados en resucitar los polos opuestos, en accionar la palanca de la mala leche y el rencor para convertir a nuestros adversarios en enemigos. Uno echa la vista atrás y recuerda la adolescencia en el Fachadolid que me tocó vivir y usted, segoviano de viejo, cosas parecidas. Nunca olvidaré las pedradas al autocar del Osasuna que iba a jugar contra el Pucela y aquí me cuentan que recuerdan la irrupción en una sala de cine para boicotear brazo en alto una película que ofendía a la España eterna e imperial.
Estos días, al ver al diablo y a sus detractores; al oir los argumentos de los defensores de colocar la escultura –con su móvil, su ciruelo y todo–; al observar a los llamados antifascistas como trataban de impedir una reunión de Vox y al ver a algunos de estos, encararse con los otros con el «es España, coño» en su boca, a mí me entró una especie de ganas de ir a buscar un futbolín y de tratar de encontrar el beso de una chica jugando a las prendas como en la bendita adolescencia. Menos mal, que llevo muy interiorizado que el agua que baja por el río nunca vuelve.
Pero las regresiones asustan y, aunque emocionantes, son peligrosas. Miren hace cuarenta años, con los extremos campando porra y cadenas en mano y con esos instrumentos denominados luchacos, sofisticados pero menos eficaces. O las piedras, cuando había piedras en las ciudades, en calles y solares. Aún peor se lo pongo: vuelvan la vista más allá, hace ochenta y tantos años, y entonces tiemblen; ahí eran fusiles y un todos contra todos de espanto.
Mas no se aflijan, que esta España no es igual y ahora no hay narices a jugarse el pellejo por el colectivo. Por eso, tranquilos, sosiego, que estos son amagos –o eso quiero creer– de una sociedad bobalicona que cuando se aburre espanta moscas con el rabo, como hace el diablo. Por fortuna, el famoso ‘no hay huevos’ es para irse a desayunar a Santander y no para liarse a leches con los contrarios de ideología.
Este revival promete pues tardes de gloria, aunque edulcoradas y pasadas por el tamiz de arrimarse poco al toro no vaya a ser que me pille y pierda el turno en la pista de padel o la vez en la tienda de tatuajes. Que lo primero es lo primero y después ya si eso hacemos mítines, nos manifestamos e incluso invocamos al diablo a ver que le parece su estatua.

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Sobre el autor

Jaime Rojas, delegado de El Norte de Castilla en Segovia, nos contará, todos los domingos, la crónica social de Segovia, capital y provincia.


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