Que duda cabe que las fiestas de Segovia son, con todo el cariño, las nuestras, pero no están incluidas entre las más rompedoras de las miles que jalonan todas las Españas, en el calor del verano que ya empieza a torturarnos. Para usted y para mí y, sobre todo, para mis hijas, en el límite de abandonar la adolescencia, son únicas e intransferibles. Ellas mismas aseguran con solemnidad que «son importantes para nuestra edad».
Son fiestas que, como en otras ciudades del entorno, se alejan del prototipo rural de peñas y calle. Aquí se pregunta ‘quien toca hoy’ para ver si nos cuadra y poco más, salvo, como les digo, la chavalada.
Hubo un tiempo en el que se intentó imitar lo que habían hecho en otras ciudades como Valladolid o Salamanca –que a su vez lo habían copiado del sur– para sacar las barras de los bares a la calle. Allí triunfó entre el personal y ha dado un vuelco a la implicación y ánimo de los vecinos y turistas.
Pero en Segovia el asunto de tomarte una tapa en una barra callejera nunca se ha llegado a hacer. No ha prendido porque los hosteleros y el pueblo soberano han convenido que eso de estar a la intemperie mientras uno come en plato de plástico y bebe en un vaso de la misma condición, que es lo que suele ocurrir, como que no.
Miren que esto del chato y el pincho es una cosa seria y lo otro de una caseta en la calle es una performance, que envilece el arte de acudir a los bares. Que aquí somos de orden hasta para divertirnos.