Contaba mi padre que tenía un recuerdo nítido de dónde estaba cuando anunciaron que la guerra había terminado, hace 80 años. Sabía cómo se enteró, aquel 1 de abril de hace ochenta años, de que el horror se daba una tregua para marcar, desgraciadamente, no el punto y final, sino seguido, con el oscuro tiempo de la posguerra.
Recordaba eso; el día que el hombre llegó a la luna; la noche que murió Franco o el golpe del 23-F, hitos ya más cercanos y de los que usted y yo también guardamos un trocito en la memoria. En ese panteón de los recuerdos seguro que también almacenamos cosas más de andar por casa, lejos de los grandes hechos históricos que nos ha tocado vivir.
Y en mi agenda de la memoria, cada vez más borrosa, se ha colado este verano una fecha nueva: el 4 de agosto, día del incendio en La Granja. Desde el inicio, que pude contemplar en casa con mis vecinos, hasta esa misma noche en la que, angustiados, temíamos que el paraíso pasara de sueño real a pesadilla, si se extendía a los jardines de palacio y a los montes de Valsaín, todos sufrimos sin distinción.
En un tiempo, cuando evoquemos ese domingo de agosto que hizo temblar a unos paisanos de naturaleza aguerridos, tendremos un recuerdo de lo que pudo ser y no fue y de que dentro de la mala suerte hemos tenido buena suerte. Siempre lo digo al referirme a mis puñeteros incidentes coronarios. Pues esto igual. Mala fortuna que el fuego nos visitara, pero buena que el paraíso resistiera.