A la vieja Segovia el disparate en Barcelona le favorece por aquello de que el turista es de naturaleza asustadiza. Si evitan ir allí, buscarán otro destino y nuestra tranquilidad es un aval. Aquí no hay manifestaciones y menos con violencia de postre; y si se convocan siempre están más concurridos los bares por cuyas puertas pasa que la propia protesta. El chato es el chato.
Sin embargo, existen turistas a quienes nada arredra o, al menos, eso parece por las imágenes. En estos días de ira, entre barricadas en llamas, paseaban por la Rambla de Cataluña una pareja de la mano, como el que visita un parque temático incluido en el paquete turístico. Y así en otros lugares emblemáticos de Barcelona.
No sé, desconfío; quizá sean parte del atrezzo o eran despistados profesionales. Pero la teoría que más me convence es que se trata de unos infiltrados, como los que adivina Torra en cada calle del barrio de Gracia y del Ensanche. Infiltrados que quieren demostrar normalidad y que así el turismo no disminuya en la ciudad para disgusto de la alcaldesa Colau. O infiltrados segovianos que pretenden comprobar cómo va esto del turismo de manifestación y si se puede importar.
Salvo esa pareja de dudosas intenciones, es probable que el turista en general piense que aquello es un canto de sirenas al que solo resiste Ulises y que ellos quedarán atrapados allí para nunca volver a casa. Raptados por imberbes y por infiltrados que intentan disimular el acento catalán.