El lenguaje de los políticos es una rueda de bicicleta a la que se incorporan radios en forma de expresiones. Uno dice una frase o una palabra y todos van detrás para repetirlo hasta la saciedad. Seguro que recuerdan el famoso consenso de Suárez, el por consiguiente de Felipe González o el España va bien de Aznar. Son coletillas o vocablos, que al final asumimos todos como algo que forma parte de nuestro acervo, aunque nos repatee oirlo tantas y tantas veces.
Pues la moda ahora la ha iniciado Rubalcaba, que nos ha dejado la frasecita para que nos acordemos de él ahora que anuncia que deja el asunto después de no sé cuantos años y de también incontables cargos y puestos. Dos palabras, tiempo nuevo, es la nueva muletilla con la que ya nos bombardean. Tiempo nuevo que también han utilizado los candidatos a sucederle en el partido, Eduardo Madina y Pedro Sánchez, unos cachorros que parecen la reencarnación de Zapatero, por edad y formas verbales y políticas. Tiempo nuevo que Rajoy tampoco se ha privado de utilizar, como si la expresión fuera el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura cuya receta bien sabía Don Quijote –aceite, vino, sal y romero, hervido y bendecido con decenas de padrenuestros, avemarías, salves y credos– y que nos va a hacer más ricos, más altos y más apolíneos.
Una frase mágica con la que se resuelven todos los problemas y nos tranquilizan, al tiempo que ellos se sienten con mejor conciencia. Enterramos el pasado y el futuro va a ser esplendoroso. Es inyectar ilusión, el célebre cambio que inventaron los socialistas allá por el año 1982 cuando irrumpieron con sus chaquetas de pana y sus barbas en el corazón de la administración que hasta hacía muy poco y durante cuatro decenios habían ocupado los contrarios, los adversarios de sangre y fuego. Tiempo nuevo en el que seremos felices y comeremos perdices, en los que los discursos tendrán un tono tierno, que cantaba Nacha Guevara, la argentina protestona que vaticinaba que en dos mil años llegaremos a buen puerto, aunque estemos ese día todos muertos.
Tiempo nuevo al que, como somos así en esta anciana Segovia, no nos apuntamos, al menos en la música. Apostamos por viejos rockeros, como Burning o Loquillo, tipos con más tablas y viajes que los baúles de la Piquer y que aquí estuvieron en un maratoniano conciertazo que nos hizo mirar de reojo a cuando éramos tan molones. Tipos duros que proclamaron su fe en el rock, como los cientos de veteranos, que hicimos una regresión con camisetas negras que ya no sientan como antes, pero que nos mutan a un estado de ánimo veinteañero.
Son cosas de la edad, de la de mi generación, que se resiste a perder el cetro ante quienes empujan desde atrás y defienden ese tiempo nuevo. Pues nosotros abrazamos el rock y no cambiar nuestra vida por nada, que le dijo–nos dijo en una gloriosa comida hace unos años– Johnny Cifuentes, el superviviente de Burning, a César Blanco, colega del diario, amigo y un tipo muy musical.
Él ama el rock, a pesar de pertenecer ya al dichoso tiempo nuevo, y alega que su poder radica en la convicción, en la actitud. Yo también tendré que apuntarme a su tiempo nuevo, por lo que pueda pasar, pero con un matiz: quiero vivirlo con personas y música vieja, a las que no cambio porque son las mías.