A lo largo de la historia los españolitos hemos dado sobradas muestras de amar las emociones fuertes. Y también hemos sido ejemplo de que cuando el asunto se complica, paso atrás y a otra cosa. Lo digo por el tema catalán, ese con el que nos han bombardeado hasta el punto de tomarle manía a los mensajeros por la inflación de información. Ha sido y me temo que seguirá siendo una tortura. Se ha metido en el cuarto de estar de casa como un convidado antipático o el señor de marrón del que aseguraba el inolvidable Gila que estaba siempre en el pasillo y no le conocía nadie.
Meses y meses de castigo, de debates en las tertulias de televisión, esas que más que insultar blasfeman contra nuestra inteligencia. Tiempo y más tiempo de una pesadilla que, como todas, sabemos que concluye en cuanto te despiertas, pero que mientras dura nos inquieta e, incluso, asusta. Momentos y momentos de disquisiciones históricas sobre la propiedad del territorio o filosóficas sobre la diferencia etnográfica entre la butifarra y el chorizo. Un disparate detrás de otro y, sobre todo, un plomazo.
Y todo, como decía, para conocer de antemano el final. Porque no hacía falta ser muy avezado para pronosticar que el resultado iba a ser una equis, un empate técnico, décima arriba, décima abajo, entre barretinas y boinas. Una igualada que consagra la división de la sociedad, algo de lo que también sabemos mucho en este país de liantes. Que estamos bien después de casi cuatro decenios de democracia convencional, pues nos complicamos y buscamos cómo meternos el dedo en el ojo. Que tenemos parabienes internacionales por nuestro modelo de convivencia, pues nos ponemos estupendos, que diría el gran Valle Inclán, y hacemos el ridículo.
Todo muy nuestro, de una necedad tan enorme que no merecemos ni la compasión del resto del mundo. Banda de papanatas y majaderos, que solo alcanzamos a elucubrar con qué ocurriría con el Barcelona de fútbol o con la eventual doble nacionalidad de los catalanes. O con el festival de Eurovisión, ya para ahondar en la tontería. Si no somos más memos porque no nos entrenamos.
Llegados a este punto y con el beneplácito de los reventadores profesionales y demás fanáticos de boquilla, creo que nos vamos a poner de acuerdo, si no lo estábamos ya: no va a pasar nada y todo continuará tal cual. El turista catalán que visite Segovia seguirá computando como nacional y no pasará a engrosar las filas de los extranjeros y menos de los orientales. Y aunque parle la lengua de Gaudí, Fabra, Barraquer, el mismísimo Prim o de mi tatarabuelo –Jaime Font i Escolá, ingeniero constructor del faro de Chipiona o la estación de tren de Triana– le vamos a cobrar lo mismo para entrar a la Catedral o al Alcázar.
Todo seguirá igual, créanme, porque nos privan las emociones, pero sin riesgo. Terminada la boutade de las elecciones que soñaban con ser plebiscito, volveremos a la normalidad. Se lo digo porque veo muchos indicios, entre otros que esto ya no es objeto de consumo televisivo desde la misma noche electoral en la que, conocido el resultado, cambiamos de canal y triunfó Gran Hermano, que superó en audiencia a los programas políticos. Si mi tatarabuelo levantara la cabeza se llevaba el faro y la estación fuera de aquí para no tener que aguantar a tanto ignorante de barretina o boina.