A Segovia lo de lugar gastronómico le viene por la gracia de su naturaleza. Si en otros sitios el perfil discurre por otra línea, aquí lo de comer y bien y lo de alimentos y sabrosos y variados es algo con lo que se convive. Pero en estos tiempos burocratizados, en los que para mover un dedo de las manos has de consensuarlo con los otros nueve no puede uno descuidarse porque le comen la merienda y nunca mejor dicho en este asunto de la manduca. Para evitarlo se crean marcas de protección de los alimentos, algo que confiere cierta seguridad, al menos administrativa.
Aquí se llama Alimentos de Segovia y tiene a dos centenares de productores a su amparo. Ayudas, actividades y, sobre todo, cariño, algo muy socorrido en estos tiempos de recursos escasos, son las prestaciones de quienes tratan de orientar a los que se adentran en el duro mercado empresarial. Y para que no falte de nada en este arriesgado ejercicio, los segovianos eligen Madrid, como siempre, para hacer carrera. Parece que otras opciones se quedan pequeñas y nos atrae la gran selva madrileña de la que nos sentimos no solo partícipes sino históricamente amos del cotarro.
Así ocurrió esta semana en la que las banderas agroalimentarias segovianas ondearon en un acto donde el estardante del cochinillo, la divisa del chorizo de Cantimpalos, la enseña del lechazo –de churra, mejor– o el noble estandarte del judión de La Granja lucieron en el Madrid que nunca se acaba. En representación de esas marcas, había empresas en busca de clientes, artesanas e industriales, y, además, otros con productos diferentes a esos cuatro. Comida y vino, claro, que también es alimento y no bebida alcohólica para protección de un sector que, desde fuera, parece saturado.
Todos y cada uno hablaron de su libro, las marcas con más profusión y los productores, en menos tiempo pero intensos y convincentes y con ideas innovadoras como el torrezno de chocolate, una mezcla que extraña pero gusta. Y para el cuaderno muchas anécdotas, como las del chorizo cantimpalense, ese del pueblo que, no olviden, termina en ‘s’. En Cantimpalos siempre advierten de ello para evitar imitaciones algo que ya ocurría hace casi un siglo. Como la forma de elaborarlo, siempre igual: sólo con pimentón, sal y ajo y con cerdos grasos cebados con cereal, en una zona sin humedad. Al judión de La Granja le ocurre algo parecido y su historia parte de un chascarrillo cuando a Isabel de Farnesio se le ocurrió llevarlo allí para alimentar a sus faisanes. Y de ahí al plato ha habido un camino que ha culminado con la puesta en marcha de una marca de garantía.
Pero a mí con esto del judión me ha pasado siempre como con otros alimentos que se producen en una zona pequeña como los pimientos de Padrón, que de tan poco terreno salga tanta producción no me cuadra, hasta que al convertirse en marca, que es ponerlo negro sobre blanco, asoma la explicación: son 131 municipios segovianos en los que se cultiva. Así se entiende este de donde saca para tanto como destaca. Sin embargo, de otros no me fío y puede que metan en el mismo saco lo incontrolado. Y como contaba uno de los productores de aquí que trata de conquistar Madrid, en Francia si no vas con el paraguas de una marca no te hacen ni caso. Aquí aún hoy sí, pero tiempo al tiempo, que con las cosas de comer no se juega.