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Jaime Rojas

La canaleja, crónica social de Segovia

La guerra octogenaria

Malos y traicioneros. Así definía mi padre los ochenta años que cumplió ya hace un lustro. Era una forma de burlarse de la edad y de nosotros, sus hijos, en su cumpleaños cuando le preguntamos la tontería de que tal se sentía al soplar tantas velas. Ese día no volvimos a por otra, que el abuelo es muy guasón, dice su colección de nietos y no se nos ocurrió sacar de nuevo el asunto para evitar llevarnos una respuesta llena de sarcasmo, aunque aderezada con el cariño de quien sabe que por mucho que corramos nunca le alcanzaremos, ni en edad, ni en dignidad, ni en gobierno, como siempre le he oído decir.
Claro que los ochenta son traicioneros, y los noventa, aún más, y si echas la vista atrás, a los setenta ya no eres un chaval, ni a los sesenta sueles estar para un sprint. Y por mi experiencia, que llega a los cincuenta, pues que quiere que les diga, tampoco estás para ir a los Juegos Olímpicos.
Precisamente a los ochenta llega mañana la guerra civil, la nuestra, la que nos partió en miles de pedazos. Octogenaria ya la gran catástrofe colectiva, el mayor fracaso de nuestra historia y de muchas historias. Hermanos contra hermanos –no es un recurso literario, es una verdad constatable–, vecinos delatando a vecinos y, sobre todo, abono de un odio que en algunas mentes parece que todavía no ha remitido. Envejece mal la guerra, a tenor del afán revisionista con el que nos flagelan.
Mañana es el día del aniversario redondo que, lejos de ser uno más de los ochenta desde que se inició el conflicto, cobra relevancia por el empeño que tenemos en revivir la partición en dos de hace ocho decenios. La ruptura que se pretende otra vez entre derecha e izquierda –a pesar de las promesas de transversalidad de casi todos los partidos– , la quiebra entre la forma de vida del mundo rural y del urbano y, lo que es novedoso, la absurda división entre el mundo real y el virtual nos ponen de nuevo al borde de un enfrentamiento social que, como nuestros abuelos, quizá no sepamos ver venir. Y aunque las dos Españas del 36 parecen muy lejanas, vuelcos históricos más difíciles se han visto.
A las armas no llegaremos, o en eso confío, pero a una fractura entre quienes tienen los pies en el suelo y los que viven adosados a un teclado, a las redes sociales y a la madre que parió al universo virtual es probable que sí. Y aunque prácticamente todos estemos en ambos mundos al tiempo, hay quienes se encuentran abducidos y se creen intocables cuando se ponen delante de una pantalla y escriben sin reserva mental alguna. Deben pensar que nadie les ve y que a sus tonterías o exabruptos –depende de la calaña del tipo o la tipa– les protege la inmensidad del oceáno tecnológico. Y se sorprenden cuando desde la vida real el sistema va contra ellos y les sienta en un banquillo hecho de madera y no de bytes.
La guerra de hace ochenta años ha derivado en múltiples guerras, en guerras de guerrillas en las que nadie busca una tregua para sentarse a hablar. Faltaría más: yo con esos rurales a quienes les gustan los toros no tengo nada que negociar o con esos analfabetos tecnológicos, aún menos. Y yo con esos urbanitas de la barba o esos tontos pegados a un ordenador, nada de nada. Y así pasen otros ocho decenios, guerras y paces, y sigamos con la fea costumbre de estar conmigo o contra mí.

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Sobre el autor

Jaime Rojas, delegado de El Norte de Castilla en Segovia, nos contará, todos los domingos, la crónica social de Segovia, capital y provincia.


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