Explicaban en clase de Derecho del Trabajo, cuando vivía arrobado mi etapa universitaria, que el mayor número de pleitos en la jurisdicción laboral lo causaban las vacaciones. Ni los sueldos y salarios, ni las horas extraordinarias, asuntos siempre delicados, provocaban tantas discrepancias como las jornadas de asueto. Ahí no cedía, ni cede nadie, unos por ahorrar costes y organizar el trabajo y otros porque no solo de trabajar vive el hombre.
A lo largo del tiempo –y ya han pasado muchas lunas– y con mi experiencia laboral de un decenio en el mundo jurídico y de muchos más como empleado he podido corroborar que la afirmación era cierta y que parece que nada hay más sagrado en la sociedad contemporánea que el derecho al descanso. El profesor no fallaba y las vacaciones causaban más guerras judiciales que cualquier otra conquista social lograda por quienes nos precedieron. Sin embargo, tal y como está montado el cotarro laboral y con lo complicado que es hallar un empleo, creo que esa teoría está enterrada, porque no imagino a alguien jugándose las lentejas por este asunto.
Y un hecho estos días me ha reafirmado en que las discusiones por las jornadas de ocio ya no son tantas y que es un tema donde prima el consenso para no estropear el ambiente laboral. El ejemplo lo han dado, ¡cómo no!, los padres de esta patria desgobernada, que no alcanzan acuerdo alguno salvo en las vacaciones. Ahí sí lograron el gran pacto para su holganza en Semana Santa antes de provocar las segundas elecciones en medio año. Ahora, con muchas papeletas para abocarnos a las terceras, a los tipos y tipas solo les preocupa evitar que los comicios coincidan con el día de Navidad. Y lo van a conseguir porque como quien hace la ley hace la trampa –nunca mejor dicho, al hablar del poder legislativo– parece han encontrado un atajo para que la cita, si llega, sea una semana antes.
Unos fenómenos y unas fenómenas. ¡Qué destreza la de sus señorías! Van a lograr que me emocione porque impedirán que pasemos por el mal trago de dejar a la suegra, a los niños y a los maravillosos cuñados sentados en la mesa mientras nosotros, irresponsables, vamos a votar. Gracias, de verdad, si al final lo consiguen, que el asado frío no me sienta bien. Además tendremos la oportunidad de ejercer como en Plácido y elegir en lugar de a un pobre a un político que no haya obtenido escaño para sentarlo en nuestra mesa en esos días entrañables.
Dirán que esto es demagogia y, vale, se lo admito, pero me quedo tan a gusto al contárselo que me he quitado hasta unas cuantas navidades de encima. Sus señorías lo consiguieron en primavera y lo van a volver a hacer, si nada lo remedia, en diciembre. Van a ratificar que en su día igual aquel profesor tenía razón, pero en estos momentos si nuestros abnegados representantes se ponen de acuerdo en que las vacaciones son intocables, por qué no lo vamos a hacer los demás en otros ámbitos. Qué gran espejo para mirarnos y no despeinarnos.
Y en realidad aparte de demagógico, también pueden calificar esto como una pataleta típica del síndrome postvacacional. Pues, sí, admitido. Pero convendrán conmigo que es enternecedor saber que nuestros políticos volverán sanos y salvos a casa por Navidad después de darnos un año la paliza con la zambomba de las elecciones.