Siempre he sentido especial predilección por la generación que nació y se crió en los años de la guerra y su terrible posguerra. Un cariño especial alimentado porque es la anterior a la mía, la de mis padres que, como todos, padecieron de niños una época que fue una continua tragedia y en la que los tiros dieron paso a una oscuridad muchas veces aún más dolorosa que las batallas.
Eran tiempos severos, de los que cuesta hablar porque va en la naturaleza humana recordar la infancia como una patria alegre, de momentos felices y alejados del espanto de la realidad. Los niños convierten las dificultades en un campo de juego y en esa época de tisis, hambre y silencio todavía más. A Félix Sandoval, mi peluquero, también le ocurrió y una inocente tarde de juegos cambió su vida. Corría el año 1949 y el final de la década siniestra de las cartillas de racionamiento y el aceite de ricino llegaba a su fin. Félix con 11 años –había nacido un 20 de noviembre de 1937– jugaba al clavo, una diversión de calle en la que se marcaba y conquistaba terreno como si de una guerra se tratara. De repente, el lanzamiento del clavo fue tan poderoso y con tan mala fortuna que impactó en un cristal para hacerlo añicos. La luna era del escaparate de una sastrería al inicio de la Calle Real, en el chaflán que divide la vía y en el que ahora hay un bar, curiosamente con unas grandes cristaleras.
Félix vivía a unos metros, en la misma calle, prácticamente enfrente de donde aún hoy tiene la peluquería. Su madre oye el estruendo, sale y rompe a llorar al pensar en el coste de la travesura. Pero ya saben que las situaciones y Dios aprietan pero no ahogan y por allí pasaba un peluquero apodado Trucha, porque habla más que escucha. Y al observar el suceso y de tanto charlar, de su boca salió una oferta: chaval, vente conmigo de aprendiz. Así Félix –sí con 11 años– empezó a trabajar con una peseta de sueldo más las propinas.
Su vida siguió por el mismo camino del oficio de barbero y peluquero, reconvertido solo a esto último a mediados de los cincuenta cuando se inventaron las maquinillas y llegaron a los hogares. Félix estuvo muchos años en el Casino y atendió a los artistas de Hollywood que entonces poblaban Segovia para participar en ‘Orgullo y pasión’ o ‘La batalla de las Ardenas’ por nombrar las películas que han arraigado más en la memoria. Dos años después de rodarse esta última, en 1967, hace medio siglo, montó su negocio y hasta hoy que, a punto de ser octogenario corta el pelo y conversa como en el viejo oficio. 70 años de peluquero y 50 en el mismo local.
Como esta historia, a esa generación de niños le sucedieron muchas otras. Y ahora que desaparecen, como ha ocurrido con mi padre hace unos días, viajo a esos años para reafirmarme en mi cariño por ellos y por sus aventuras, por los cristales que rompieron y por la huella que dejaron. A mi padre le quitaron el abrigo en el año 40 por dejarlo como poste jugando al fútbol en el colegio. Él lo contaba como algo que le marcó, pero nunca con rencor. Pensaba que era un hurto de necesidad y que ante eso quejarte es algo injusto. Por eso y mucho más es mi generación preferida, de verdad, papá.