Navega Segovia por el mar de la tranquilidad. Y ese es un valor, probablemente el principal, para que usted y yo permanezcamos aquí, aproados en el Alcázar y con el Acueducto en popa. Siempre con viento de sosiego favorable y libre de huracanes, la ciudad se despereza con calma cada mañana entre olor a cocina y tilos. La vida de escaparate se exhibe por la Calle Real, pero se filtra por los barrios que son pequeños pueblos con puertos en los que tirar el ancla y sestear.
Pero a veces la tranquilidad tiene un coste, además del aburrimiento, que es peaje ineludible. Y ha sucedido esta semana, que transcurría por los mareas de siempre, con noticias cíclicas y que sirven de alimento para estas páginas y las del mundo virtual. Con las fiestas de la ciudad en capilla, las presentaciones de asuntos que ya hemos vivido se han sucedido: el concurso de tapas, con propuestas cada año más complejas y con tantos ingredientes algunas que repetirlos sería un buen ejercicio para un opositor. O la puesta de largo de la alcaldesa y sus damas, otro clásico festivo. El día del Alcázar, con el baile de los cadetes en sus jardines, o la entrega de premios de los empresarios forman parte también de esa calma chicha y de esas olas que una y otra vez cumplen con su misión de llegar a la orilla, sin que nada pueda impedirlo.
Como les decía, estos días el apacible mar se ha revuelto con la irrupción de un monstruo en nuestra vida. Existía, como dicen del que quizá habite en el frío Lago Ness, y estaba entre nosotros, agazapado en su guarida para coleccionar víctimas. E igual que hace ya un cuarto de siglo rompía la quietud de Valladolid, el asqueroso depredador ha machacado esa paz que tanto apreciamos en esta tierra.
Entonces recuerdo que la psicosis se apoderó de la capital vallisoletana y todos creíamos ver al asesino en cada esquina, persiguiendo con la mirada a las mujeres y dispuesto a abalanzarse sobre cualquiera de ellas. En Segovia, por fortuna para nosotros, no ha cometido sus nuevos ataques en los casi tres años que ha permanecido suelto por mor de unos derechos penitenciarios de dudoso respaldo social. Sin embargo, estaba aquí, en el joven, incipiente y multicolor barrio de Nueva Segovia, que es una puerta abierta al rejuvenecimiento de la vieja ciudad. Huraño y con la precaución de no poner el nombre en el buzón, vivía en un edificio con un vecindario plagado de miembros de cuerpos policiales, para más sorpresa.
Había elegido Segovia y ese barrio por ser un puerto abrigado de este mar de la tranquilidad. Es el precio, les contaba, que hemos de abonar por ese valor del sosiego que tanto protegemos. Ya lo había hecho un demente al escoger el Real Sitio para unirse a la locura del yihaidismo y que por suerte cayó hace unos meses. Ambos tienen en común haberse creído a salvo en una tierra de hospitalidad y en el que la agitación es solo, si me apuran, turística.
Asombrados al descubrir la presencia de monstruos entre nuestros vecinos, solo cabe esperar que no produzca un efecto llamada, si es que puede darse en el mundo de estos solitarios depredadores, que nunca debieron salir de su jaula, como animales irracionales que son.