A medida que uno cumple años reniega más de los jóvenes. Será que el divino tesoro está ahora en otras manos y nos cuesta asumirlo. Es natural, porque a nadie le gusta perder frescura intelectual, estado de ánimo y, sobre todo, pelo, que molesta, créanme. Sin embargo uno se reconcilia con quienes vienen detrás cuando comprueba que muchos no son tan ‘ninis’ y que lo de estar colgados de las tecnologías es la lógica evolución de la especie.
La reconciliación me ha llegado con la noticia –de la que ya tenía constancia gracias a mis estudiantiles hijas– de que se forman largas colas para acceder a la sala de estudio del segoviano barrio de San José. Con un sol de justicia allí está la chavalada estos días a la espera de encontrar un lugar en el que abrir los libros e intentar que su estudio lleve a sus cabecitas a un futuro mejor del previsto. No están allí para ver un concierto o un partido de fútbol o para un botellón travestido de intelectualidad. No, de verdad, pelean por un sitio para estudiar, aunque les parezca mentira en esos cuerpos revolucionados por las hormonas.
Y como en unos juegos del hambre –mis hijas dixit– corren a por un puesto y, pásmense, se topan con que hay más mesas que sillas:160 plazas y 40 sin asiento. Imagino su cara y las ganas de acordarse de quien hizo las cuentas. Seguro que al responsable de esto le falta tiempo para despotricar contra los jóvenes, además de para hacer un emotivo recuento de las sillas ausentes.