Artículo de César Pérez Gellida publicado en El Norte de Castilla el 20 de octubre de 2014
Amanecía. Amin Fajar escrutó el exterior antes de atreverse a poner una sandalia en la calle. Se cumplía el noveno día sin poder salir de su casa, atrapados en el sector enemigo en su propia ciudad. Él podría aguantar un par de días más, pero su esposa, Ashti, le había rogado que consiguiera alimentos para los niños, porque los tres pequeños ya no tenían energía ni para llorar; la mayor, Chuwan, no había salido de su cuarto desde que se escucharan los primeros estallidos de la artillería del Estado Islámico.
Hacía unas horas que habían dejado de oírse las ráfagas de las armas ligeras y por la radio había escuchado que los suyos –las Unidades de Protección Popular– habían rechazado los ataques de los yihadistas durante la madrugada. Amin tenía que llegar hasta la tienda del señor Shahin, a solo cuatro calles de distancia. Lo consideraba un hombre piadoso y sabía que solía guardar algunas conservas en el sótano.
Era el momento.
Cogió aire y corrió todo lo que pudo sin mirar atrás. Se sabía el camino de memoria, tan solo tenía que esquivar los cascotes desprendidos de los edificios y los boquetes provocados por las granadas de mortero. No levantó la vista del suelo hasta que se dio de bruces con la puerta de la tienda; cerrada. Maldijo en su kurdo materno mientras pensaba en una alternativa, pero el instinto le advirtió de que le estaban observando. Y entonces sí, alzó la mirada.
Decenas de ojos, todos inertes; cabezas cortadas y clavadas en picas, algunas con la boca abierta y la lengua arrancada, otras con las cuencas de los ojos vacías. Ancianos, mujeres y niños. Muchos rostros anónimos y algunos conocidos, como el del señor Shahin y su esposa.
Paralizado, aturdido, ni siquiera se percató de la bala que le subrayó el último pensamiento: «Tengo que volver con mi familia».
Esto no es el principio de una novela de mi cliente el escritor.
Esto es Kobani, en el norte de Siria, y sucedió antes de ayer.
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