Parece que morir es la mejor forma de conseguir que hablen bien de uno. El problema de irse al otro barrio es que no tiene vuelta atrás y demasiados efectos secundarios pero, por lo demás, cuenta con indudables ventajas. Incluso cabe la posibilidad de que, como ya te has marchado de este perro mundo, ni te enteres de las palabras tan bonitas que te están dedicando aunque, bien pensado, es casi mejor no enterarse de mucho, vaya a ser que te de otro soponcio escuchando las barbaridades de los hipócritas que se apuntan al carro del panegírico, compitiendo por el elogio más baboso, el recuerdo más original, la anécdota más divertida o la parrafada en 140 caracteres más ingeniosa en la red del pajarraco. Son como una plaga. De todas formas, Míster, no nos pongamos muy cínicos ni exquisitos en este asunto, que usted sabía perfectamente de qué iba este negocio y, es justo reconocerlo, también se han visto detalles que de verdad llegan al corazón.
Suponemos que tiene más valor la espontaneidad de ese aficionado anónimo, que muy posiblemente ni siquiera haya cruzado una sola palabra con Luis Aragonés, acercándose a la puerta 8 del Estadio Calderón para depositar un ramo de flores, una vela o unas palabras en una foto. O un estadio puesto en pie aplaudiendo mientras la camiseta del 8 pisaba el césped de la mano de los veteranos del club. O un estadio al que le costaba guardar 8 minutos de silencio con el partido ya en juego para, a continuación, explotar en un desgarrado grito de Luis Aragonés, Luis Aragonés. Alguna lágrima corrió por los rostros helados por la fría noche madrileña, especialmente en los espectadores más veteranos, aquellos que mantienen viva la memoria de un deporte y un sentimiento cada día más desvirtuado. Lo más auténtico y sentido del homenaje a la figura del Sabio de Hortaleza.
Es curioso el poder tan enorme que tiene la ausencia para filtrar, endulzar e incluso alterar los recuerdos. Es como un bálsamo que hace que ese periodista que pensaba que Luis era un cabronazo con pintas, ahora sea un tipo gruñón, pero entrañable, que tenía un carácter algo fuerte cuando publicaba algo que no le gustaba. El inventor del tiqui-taca, el padre de La Roja es su nuevo santo a canonizar. O ese jugador o exjugador que hoy afirma compungido que Luis es lo mejor que le ha pasado en toda su carrera deportiva, eternamente agradecido, en lugar del abuelo desfasado que tuvo que soportar como entrenador del que rajaban sin piedad por detrás. O esos columnistas que ayer pedían, sin compasión, la cabeza de Luis Aragonés, a veces con crueldad innecesaria, hoy convertidos en los rapsodas con el mayor número de elogios por párrafo de la prensa deportiva. Y qué decir de dirigentes o exdirectivos que hablan del Míster como si de su padre adoptivo se tratara, símbolo de un club, santo y seña de una entidad y que ahora se dan codazos para ser los primeros en proponer su nombre para el nuevo estadio o para una calle de la capital, a pesar de haberle tratado en vida muchas veces con escasa caridad cristiana. Nada que pudiera sorprender a alguien que hace ya unos cuantos años dijera a este modesto escribidor : ‘Mira, chaval, que yo ya tengo el culo pelado de montar en moto‘. Pues eso, Míster, no hay nada nuevo bajo el sol. Que usted lo pase bien, allá donde esté y que se le recuerda con cariño.