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Lágrimas congeladas

Los esquimales más ancianos se despiden de la familia, abandonan la casa del país de las sombras largas y caminan lentamente con sus botas de foca por un camino sin camino de blanco gélido. Cuando lo consideran oportuno, se dejan morir en la soledad de la tundra. Mueren con los ojos cerrados porque a una determinada temperatura las lágrimas se congelan.

La mayoría no ha llegado a cumplir los 45 pero casi todos ya han entrado en la vejez con los bronquios quemados por el frío. Ya no sirven para trabajar y no porque su hábitat les haya incluido en un ERE. No cazan, no pescan, no cosen pieles: ya no pueden. Una boca más es una carga inmensa en una mesa con una pequeña pieza de pescado y un guiso de sangre.

En nuestra civilización, los mayores del lugar también mueren solos. Muchos de ellos. Y ni siquiera avisan. O no nos damos por avisados. Incluso en ocasiones uno muere como ha vivido y, en otras, me consta, hay quien se deja morir en el abandono amargo de su sillón o defenestrado en medio de un patio de luces y sombras.

El último -por el momento- ejemplo de muerte en soledad ha sido el caso de una anciana en León, y no en una casa perdida entre montañas, sino en un bloque de pisos de la capital. El forense, en una primera apreciación, indica que podría llevar dos meses muerta. Murió sola.

Aún no se nos había olvidado que, en noviembre, encontraron igual a una anciana y a su hija discapacitada en Astorga. Primero se le fue la vida a la madre, la otra convivió con su cadáver sin poder comer, ni beber, ni moverse. Quizá sólo lloró y días después murió con sus ojos ciegos cerrados porque a determinado nivel de desventura las lágrimas se congelan. El informe médico dice que ambas murieron por causas naturales “ya que no presentaban indicios de violencia externa”. ¿De verdad creemos que esto no lo es?

Todos estamos inmersos de alguna manera en esta violencia social, siendo partícipes o mirando al otro lado de la calle, quién sabe si siendo algún día víctimas de la soledad o de la indiferencia. Creemos que nosotros seremos capaces de detectarlo pero una mañana veremos trasiego de policías y sanitarios en la puerta del vecino. Diremos entonces que el olor de la putrefacción no nos llega entre tanto hedor de corruptos, pero cuando abran las puertas de las casas de quienes mueren solos, se nos cerrarán los ojos porque a determinado nivel de vergüenza las lágrimas se congelan.

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muerte, Soledad

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