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mis tripas, corazón

Díselo al señor del espejo

Cuando hace unos años mi maleta desapareció en un aeropuerto de la Europa del Este, me personé en la oficina de reclamaciones (o a saber, porque el letrero estaba en cirílico) y expuse a los empleados mi extraordinario cabreo. Como mi inglés es limitado y lento, en un perfecto castellano (o casi), con ciertos aires fonéticos del barrio Delicias acompañados de un baile gestual de todas mis extremidades, flequillo incluido, logré que entendieran la gran faena que suponía privarme de mudas, de mi fiel champú, de mi secador…

Cómo me entendieron aquellos rusoparlantes… Después de darme unos billetes para comprar mi silencio, firmar un recibo y decirme que volviera al día siguiente, me acompañaron a la salida donde me esperaba el conductor contratado y hablaron con él. Oleg me tranquilizó, o eso creo y, antes de llevarme a mi destino, paramos en una superficie comercial. Me condujo, ya bípedos, a la sección de lencería donde había una magnífica oferta de bragas: cuatro por 20 grivnas. Quise pensar que un rato antes había estado con su mujer y fue ella quien descubrió la ganga, o quizá me lo comentó cuando elegíamos colores y creí que me decía que el blanco era el más bonito, mientras mi cara pasaba del rojorrubor al rosaquemasdá y, ya que me pongo, cojo un par de tangas para unos leguins que están a cinco euros al cambio, siete si los acompañas de una camiseta roja como para festejar el comunismo. Tras pasar por la sección de aseo, me llevó hasta mi alojamiento donde deshice las bolsas del súper imaginando, en la prematura noche soviética, que eran el baúl de la Piquer.

A la tarde siguiente, Oleg me recogió rumbo al aeropuerto donde me esperaba mi maleta con los brazos abiertos tras haber hecho una escapadita por Berlín. En correcto castellano, y ya mezclando el inglés y sin parafernalia gestual, agradecí a los empleados el feliz ‘regreso’ de mi equipaje.

Desde que Aena ha decidido sustituir a sus trabajadores de información por pantallas táctiles (los cinco que estaban en Villanubla han desaparecido, como mi maleta), los viajeros que lo precisen no podrán desahogarse, expulsar su cabreo verbal a los cuatro vientos. Ya hay quien, ante la falta de viajeros, de personal y que al de la cafetería le podrían cambiar por un robot que se parece a la ministra de Desempleo, ensaya soliloquios para indignarse consigo mismo ante los espejos de las toilettes de los aeropuertos.

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