Dentro de un sistema decadente y a todas luces mejorable como es el educativo, a los iluminados de turno no se les ocurre otra cosa que imponer su sello personal basado en una fe que mueve montañas de fracaso.
En vez de estudiar las reformas de otros países, se limitan a resoplar cuando leen los informes que dejan en evidencia la educación en España. Entonces, me imagino, rezan y piden consejo a dios. Y, claro, ¿él qué va a decir?
En éstas estaba, escribiendo sobre la mala educación, cuando me llega un maullido conocido desde el patio. Chencho ha vuelto a casa después de un mes.
He dejado la columna, me he olvidado de Wert y me he deshecho en atenciones con el minino. Mis otros gatos han refunfuñado desde el sofá para volverse a dormir enroscados como cruasanes de colores.
Tras atacar el plato de friskis, me ha dejado darle un baño. Los niños le han frotado con la toalla porque no aguanta el sonido del secador. Ahí sigue, ronchando sus galletitas; ha comido ya tres veces desde que llegó. Ahora se sube junto a mi portátil y me mira como interrogándome tras hacer un gesto de reproche que le dura medio segundo, justo en lo que empiezo a rascarle entre sus ojos de miel y aceituna.
Chencho -le digo- no veas las veces que he salido a buscarte; el barrio está repleto de carteles con tu foto, di aviso a la perrera, al Hogar del Gato, a Entre Huellas y Bigotes… Una noche me llamó una chica, Sara, que sabía que había uno como tú por Villa del Prado, y allí volé, a un parque desolado, con una linterna y gritando tu nombre (sí, como Pepe Isbert en La gran familia), pero nada. Y cada día dando vueltas por el barrio de La Farola, donde incluso se había formado una cuadrilla de chavales que de vez en cuando venían a casa a darme la voz de alarma: que si hemos visto uno en la calle Estrella, que si hay otro atropellado en Luna…
Sólo quien tenga animales entenderá que me pase un rato dándote explicaciones, dejando la columna a medias, dispersándome, mandando al ministro a darse un paseo por las tapias de mi calle. Y ya que sale del despacho, que se acerque al colegio de mis hijos, o a cualquiera de los públicos, donde musulmanes, católicos, ortodoxos, budistas y ateos se preguntan si han de estudiar el catecismo del padre Astete para estar mejor preparados que los estudiantes finlandeses. Y si tendrán que comerse a los gatos para tener algo que llevarse a la boca mientras rezan.