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Ejercicios de decencia

Imaginémonos que cuando John Kennedy Toole decidió suicidarse, lo hiciera siguiendo un extraño ejercicio de la decencia.

Digamos que pudo haberse sentido un fracasado o hasta un mentiroso. Él se había repetido infinidad de veces que La conjura de los necios era una obra maestra mientras los demás se negaban a publicársela. “¿Tan mala es la novela?”, se preguntaría metido en su coche respirando la muerte a bocanadas.

Nadie sabe el motivo real de su suicidio ya que una madre castrante -valga la redundancia- se ocupó de borrar el rastro de sus últimas palabras. Alabada sea por dejarnos a Ignatius.

En España nadie se suicida por incumplir sus expectativas. Si se hiciera, no quedaría ni un político en pie, ni un banquero sentado, ni un directivo de la patronal. Más aún, la monarquía, alérgica a la automuerte, no tendría más remedio que refugiarse bajo una enorme alfombra de color vergüenza. Persa, la alfombra; nacional, la vergüenza.

Aquí, los únicos que se suicidan son los que han perdido. No confundir con perdedores. Dejando a un lado mal de amores y dolencias del cuerpo, a algunos la decencia les empuja a tirarse desde el sexto. Y eso que han perdido en un juego con trampas, argucias, indecencias y obscenidades que les ha arrebatado trabajo, techo, suelo y los cuatro duros de toda una puta vida de espinazo doblado. Prefieren morir a matar: ejercicio de decencia.

Sólo nos quedan unos pocos años de sufrimiento. Mi hijo pequeño quiere ser de mayor “el que lucha contra el mal”. Le sonrío cuando me lo dice y le pregunto: “Pero ¿vendrás a comer a casa?” “No creo que me dé tiempo… A lo mejor un domingo”.

No sé si algún día conseguirá empleo, pero trabajo tiene para aburrir y le faltará vida para terminarlo. Que empiecen a temblar indecentes, genocidas financieros, políticos embusteros –valga la redundancia-, la nobleza cazurra, la realeza carca, los hombres que no aman a las mujeres, las mujeres que no aman a los hombres, los niños que apalean a los gatos, los pastilleros que venden mierda… Después de verano, mi pequeño superpulga tendrá su traje crecedero de Águila Roja y cuando acabe la primaria y luego la secundaria (si es que sigue habiendo escuelas públicas), ya buscaremos el curso de “el que lucha contra el mal”. Y es que en esta vida, hasta para hacer que Bárcenas devuelva lo robado, hay que tener el título de justiciero y una capa hecha con retales de almas pisoteadas.


junio 2013
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