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El arte de la albóndiga sangrante

A veces las tradiciones no son más que fuerzas de gravedad brutales que ejerce una silla sobre un alma y que la impiden levantarse, avanzar, volar y hasta vivir o morir como le venga en gana.

Si la tradición consiste en lapidar a mujeres o en reventar a niñas para calmar instintos y ejercer poderes, enseguida nos rebelamos contra el orden y la orden. Pero hay también quien legitima esos actos y otros en nombre de su dios, en nombre de su nombre o en nombre de la hombría. Hablan de ritos atávicos, de hábitos centenarios, de costumbres ancestrales, de cultura. ¿Cultura?

Permitidme que crea que la única costumbre que hay que enseñar a los niños es que no se sometan a ninguna y, cuando se les eduque, que no sea en una educación de sangre.

Las razones que esgrimen los defensores de ciertas tradiciones se basan en normas inventadas y, por tanto, se pueden cambiar. Hemos cambiado las cuevas por casas, el carro por coches y los dientes de madera por carillas de porcelana. Las mujeres, incluso, hemos adquirido alma y derecho al voto. Es simplemente producto de la evolución: de Conan a Gandhi, de Atila a Rodríguez de la Fuente, del ‘Mein kampf’ a ‘El amor en los tiempos del cólera’, de Cruella de Vil a Jane Goodall.

Normas que no es necesario que se eternicen. Costumbres que algunos ni siquiera quieren prohibir, por eso de la tolerancia, sino simplemente olvidar. No me apetece llevar una etiqueta de crueldad pegada en la espalda, y menos en mi conciencia. No quiero participar de una sociedad donde en las tradiciones se atrinchera la barbarie con las armas preparadas.

Si somos capaces de decir que la muerte de todo hombre nos disminuye, también lo podríamos ser de darnos cuenta de que matar por placer a cualquier animal o contemplar su muerte con gozo nos degrada, nos denigra, nos devasta, nos denosta y nos deforma. Nos convertimos en fieras disfrazadas de fiesta y en hordas que son hombres descendiendo a las cavernas.

Y para los que se empeñen en hacer de cierta tradición un arte, recordarles que uno de ellos consiste, según Manuel Vicent, en convertir en veinte minutos a un bello animal en una albóndiga sangrante ante un público alborozado.

Os dejo por hoy, que mi gata Penélope está asustada con tanta imagen y tanto discurso de fiestas bárbaras. Voy a rascarle los sobacos: le encanta, como a Bukowski, mientras le digo eso de que la civilización no es todavía una causa perdida.


septiembre 2013
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