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mis tripas, corazón

Cuando Andrea duerma

Ya no os sonríe. Le miráis a la cara chiquita y os atraviesan sus ojos de dolor oscuro; os sabe a hiel su mueca. Lloráis hacia el interior cuando os observa y hacia todos los puntos cardinales cuando se duerme. Todo un mar adentro que se desparrama en sal. Cuando se duerme. Cuando duerme Andrea. Duerme, Andrea.

Doce años de sentimientos y presentimientos, y luchas sin descanso, y dulzuras (tan vagas) y amarguras (tan claras), y milagros que no existen, ni dioses que merezcan, ni hadas, ni brujas buenas, ni brujos compasivos, ni hombres justos.

Doce años sujetando la esperanza con un hilo de hilvanar, y la sonrisa prendida con alfileres de caramelo. ¿Es tan diabólico pedir la paz para su cuerpo roto? Duerme, Andrea.

Hay decisiones que duelen más que la muerte y son puñaladas en el alma de quien las toma. Eternas heridas que sangrarán para siempre. Un océano hemofílico que sacude las costas y sepulta las islas. Todo un mar de sangre que se desparrama en llanto. Cuando duerma Andrea. Duerme, Andrea.

Pero el dolor se empeña en despertar a Andrea. Y el dolor no cesa. Y el dolor se contagia, y crece, y se multiplica, y se enquista. Y se hace mar maldito, adentro, en los adentros, en los extremos, y tensa los débiles hilos que sujetan vuestra sonrisa, su fuerza, vuestra esperanza, su sueño, vuestros sueños, su vida, vuestra vida chiquita de doce años.

Y aquí, unos cuantos, decidiendo sobre el dolor ajeno.

El dolor que también sacude a Brian y, como el de Andrea, en espera. En este caso el muchacho, de 15 años y con parálisis cerebral, requiere una operación de cadera. Los dolores le  impiden, desde hace un año, utilizar su silla de ruedas y poder acudir a clase. ¿Quién demora su vida?

Los gemidos que despiertan a los padres de ambos niños resuenan en un mundo injusto en el que, además, 127.000 personas dependientes han fallecido en lo que va de año esperando que la administración valorara su dependencia. Cada cuatro minutos hemos dejado morir a uno de esos pacientes en el desamparo. Además, curiosamente, algunos de los que aún no han muerto y estaban calificados como ‘grandes dependientes’ han experimentado una milagrosa mejoría en los papeles, abandonando en algunos casos la gran o la severa dependencia para entrar en el increíble mundo de la independencia y la autonomía mientras sus cuidadores, atónitos, asisten a la degradación del paciente y al olvido de quienes le arropan. Es una auténtica gestión del desprecio.

Nadie quiere ya mirar a los ojos del dolor y, quien lo hace, se expone a sufrir las iras de las hordas que protegen la moral entre algodones o que la abandonan en los ficheros de cualquier despacho. Y despachan a los que reclaman atención con un “vuelva usted cuando haya muerto o mejor espere un permiso para morir”.

Andrea duerme y Brian puede sentarse de nuevo en su silla de ruedas. ¿Será un sueño para olvidar injusticias?


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