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mis tripas, corazón

Los primos Benetton

Se encontraron hace unos años, cuando apenas conocían nada de parentescos y relaciones familiares, porque la familia era entonces para ellos solamente una salida a su abandono, a su reclusión infantil en el olvido. ¿Qué sabían ellos de padres, madres o tíos, de cuidados, de atenciones, de un plato caliente y hasta de besos?

Coinciden este curso en el instituto y Manuel se acerca a Andrey: “Somos primos. ¿Te acuerdas de mí?” Negro y blanco. Moreno y rubio. Ojos de café de Colombia y mirada verde de cosaco. Son primos de colores. Ese mismo día se van a comer juntos a casa de Lourdes y José, mi prima y su chico, los padres blancos de Manuel negrito y de Paola, bañada en cacao con avellanas de este a oeste y de norte a sur. Dos horas y media después, Andrey se ha enamorado de ella para siempre, ese para siempre que puede durar un verano, o un fin de semana de otoño, o tres primaveras y media, o siempre; en definitiva, ese amor que es eterno mientras dura.

En unos años, mis dos ucranianos y sus primos de La Barranquilla, se preguntarán cómo es posible que desde Jarkov y Donetsk hasta la tierra de las rosas amarillas de García Márquez, el punto de encuentro de su parentesco se haya instalado justo al lado del Pisuerga, quizá un viento gélido del Este que chocó contra una brisa traviesa extraviada del Caribe… Entre una tierra de nieves tristes y carbones de lágrimas hasta el carnaval colorido hay casi 11.000 kilómetros de distancia y siete horas de diferencia en el reloj. Ni sus flores son iguales, ni el olor de sus cocinas, ni la música de sus bocas.

Ahora, apenas hay preguntas de sus almas. Por el momento, como escribiría Gabo, se hunden en una amable geografía, en un mundo fácil, ideal; un mundo como diseñado por un niño, sin ecuaciones algebraicas, sin despedidas dolorosas y sin fuerzas de gravedad. A veces todos soñamos ese mundo en momentos de vigilia.

Cuando Nietzsche dijo que la madurez del hombre consiste en encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño, no tuvo en cuenta a aquellos huérfanos, hijos de Colombia, China, Etiopía o la Europa del Este, que no hallaron más ocupación que los juegos del hambre. Son ahora, después de unos años, niños de colores que pasan desapercibidos en las aulas con muchachos de aquí y de más allá, pero siempre arrastrarán la ausencia de un trozo de vida o el recuerdo de una mala infancia. Menos mal que, en muchas ocasiones, -tiene razón, señor Tolstoi- la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos y que gracias a ese artificio logran, logramos todos, sobrellevar el pasado.

Cuando crezcan y se  multipliquen hermanos, primos e hijos de colores, las ausencias de trocitos de vida serán solo recuerdos de pequeños agujeros en mochilas vacías, las que aún cuelgan de los trasteros de quienes, por valentía o inconsciencia, atravesamos medio mundo buscando sus ojos, fueran del color que fueran.


noviembre 2015
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