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Dame una teja de tu pueblo

Desde hace casi 25 años mis encuentros con Luis Miguel de Dios delante de unos vasos se resuelven y se recrean con conversaciones sobre periodismo -siempre con la distancia y la prudencia de la alumna que sigo siendo ante el maestro que siempre ha sido-, conversaciones también sobre literatura, vinos y pueblo. Sobre este último tema al principio me sorprendió su amor por su tierra: contrastaba bestialmente con mi olvido.

Su amor era justificado, mi olvido también. Él se fue del pueblo con un billete de vuelta, un patio donde acariciar la sombra de la parra, una tierra que sembrar. Mis padres, los padres de muchos de mi generación, salieron del pueblo con dos maletas. Nada más. Como mucho, la posibilidad de una visita en Navidad y unas vacaciones de verano. Yo le quería hacer entender que algunos no compartíamos esa pasión por el pueblo porque no es que abandonáramos el pueblo y fuéramos voluntarios desertores del arado, sino que era el pueblo el que nos había abandonado, desterrado. Para algunos, no había sitio, ni casa, ni tierra, ni sombra.

A la ciudad llegamos vacíos. Y marcamos nuestra ventana de un bloque de barrio con dos geranios para poder tocar la tierra con las manos y ver una flor entre el cemento.

Frente a los afortunados, a nosotros, el mayorazgo que se practicaba en nuestros pueblos, nos dejó menores, bebés, huérfanos. Frente a los afortunados, estamos los desheredados. Fuimos Juan sin tierra y crecimos con la urbe.

Sobre esto dice Julio Llamazares que haber sido expulsado de tu pueblo “te da una gran libertad: la libertad de no ser de ninguna parte”.

Y así nos consolamos.

Desgraciadamente, muchos de los que nacimos en el pueblo no tenemos pueblo. Y más que lamentar no tener un melonar, un majuelo o la sombra de una parra, lo que realmente lamento es no tener historias que contar como las suyas. Ni su talento.

Creí que la literatura rural había alcanzado su máximo esplendor con el vuelo de la milana y poco más se podía hacer. Un coletazo ya en este siglo con una mirada áspera pareció poner punto final exprimiendo líneas postapocalípticas. Jesús Carrasco, con La intemperie, había cerrado el ciclo.

Pero aquí llega, de la mano de la editorial Agilice Digital, El llanto del trigo y nos vuelve a arrastrar a ese mundo de campos, de eras y labores con el acierto de hacer más paisanaje que paisaje, porque en esas gentes, reales o versionadas, están las intrahistorias, la historia y la memoria. Luismi nos ha traído el neorruralismo. Los personajes que habitan el libro son sus vecinos, o los del pueblo de al lado. Existen o murieron hace nada.

Cuando este verano me comenzó a mandar los capítulos sueltos, ya me los sabía. Suele desperdigar relatos sobre el mantel de las cenas. Me leí el libro cuando fue libro y ayer, para escribir estas líneas, lo releí de nuevo. Recordé lo que decían los escritores rusos del XIX: “Dame una teja de tu pueblo y te contaré cómo es el mundo”.

Pues así nos lo ha contado.


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