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El mundo y la a

En la penúltima tertulia de bar quisimos dejar claro por enésima vez y para siempre que la dominación que sufren, que sufrimos las mujeres, no tiene su raíz en el sexo (concepto fisiológico) sino en el género (concepto sociocultural). En el sexo radican gran parte de las diferencias anatómicas y fisiológicas entre la mujer y el hombre: pero sólo ellas. Todas las demás pertenecen al dominio de lo sociocultural y deben incorporarse al ámbito de lo genérico, no de lo sexual.
El discurso feminista está muy claro: puesto que no es posible abolir las injusticias suprimiendo las diferencias sexuales, suprimamos las diferencias de género, empezando por el lenguaje.
No pasa nada, no se está destruyendo el lenguaje, no se está derribando ningún templo sagrado. Hay que adaptar el lenguaje a la realidad, no lo contrario.
Acostumbrémonos, de una vez por todas, a pensar en términos de género en lugar de hacerlo desde el punto de vista del sexo.
Para analizarlo tomo prestadas unas palabras de la profesora universitaria Margarita Lliteras quien dijo ya hace años que utilizar formas en femenino como oficiala, ingeniera o arquitecta es gratis, pero seguramente ellas siguen en muchas sociedades sin cobrar los mismos sueldos que sus colegas varones.
Ella aseguraba, además, que si se considera que la lengua forma parte del problema del sexismo social, está claro que también puede convertirse en parte de la solución.
Para la filóloga Carmen Alario son necesarios los cambios en el lenguaje para nombrar a las mujeres y, por tanto, debemos realizarlos. Los prejuicios, la inercia o el peso de las reglas gramaticales que, por otra parte, siempre han sido susceptibles de cambio, no pueden ni deben impedirlo. En la lengua castellana existen términos y múltiples recursos para nombrar a hombres y mujeres. En definitiva, la lengua tiene suficiente riqueza para que las denominaciones puedan hacerse adecuadamente.
Se propone con esto, según la catedrática María Luisa Calero, incidir sobre el lenguaje con el fin de transformarlo y conseguir, por fin, nombrar el mundo en femenino o, al menos, no nombrarlo siempre en masculino.
Pero ya que nos ponemos a nombrar el mundo, quitémosle las palabras que hacer pervivir el clasismo. Aún se mueren ilustrísimos junto a gente sin don. Los mayores ladrones son laureados por el protocolo de la palabra. Asisten a actos públicos excelentísimos y los demás se preguntan por la excelencia de muchos miserables. Salvo los vinos y las novelas negras nada debería tener ese tratamiento. Ni nadie.
Así que, ya puestos a impedir agresiones, evitemos y fulminemos ambas, la del lenguaje sexista y la del lenguaje clasista. Excelentísimo, ilustrísima, excelencia, su señoría, su majestad… ya vale, y con esto no creo que deba dar más datos sobre esta, creo que prioritaria, sugerencia al respecto de las desigualdades. Contemos el mundo de manera diferente.

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