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mis tripas, corazón

Decido no pintarme

Aún me refiero muchas veces a ellos como “los niños”. Uno a punto de los 19 y el otro con 17 son, en realidad, mis chicos. Se me escapa lo primero, el hacerlos pequeños. No hace tanto que les enseñaba a andar en bici y les contaba cuentos, y era la taxista de las extraescolares, y la vigilante de la playa, y la acompañante de los sábados de cine, y la sufridora de las tablas de multiplicar con letra de Miliki.

Me crecen. Crecen. Me suelta el mayor, así, de sopetón, que se está planteando irse a vivir a un piso compartido, con su chica, quizá algún amigo. Y se me cae el mundo mientras me paso el lápiz de ojos y compruebo mi rostro pálido en el espejo.

Se me ha hecho libre. Ahora que estudia y trabaja se cree en el legítimo derecho de hacer su vida. Lo tiene. Ya se ha defendido en casa durante un mes entero, los dos últimos veranos, cocinando y limpiando, y trayendo a los colegas, e imaginando una vida sin mayores controlando. Qué felicidad.

No acierto a hacerme bien la raya en el derecho. Me sigue hablando de sus proyectos y con toda la mala baba de madre egoísta, con una calma impostada, le suelto: “Te creía más inteligente”. Me arrepiento en la primera ‘e’ al tiempo que me visualizo a mí misma a los 19 con ganas de volar. Tardaría cuatro o cinco años más.

“Vale, hijo, eres libre”. Me regurgita la rebaba hostil y le recuerdo: “Pero ya sabes, compras, comidas, lavadoras, teléfono, luz, ay que no llego, curro, clases, estudiar…. Aquí lo tienes todo”.

Y lo sabe, pero insiste. Que le doy mucho la brasa, dice. “Es por tu bien”, contesto. O por el mío, pienso.

Es entonces cuando me recuerda lo que le he contado algunas veces sobre su proceso de adopción. No habría hecho falta que dijera nada porque lo tengo, en ese momento, tatuado a fuego por dentro de la garganta.

“Lo que me contabas, mamá, que le dijiste a la jueza en el juicio de Ucrania”.

“Que sí hijo, que sí, que quería hacer de ti un ser libre. Tienes razón. Ahí tienes el mundo, que te sea leve”. “Y aquí tendrás tu casa siempre”.

Decido no pintarme los ojos porque se me va a escurrir la cera negra del delineador hasta las playeras blancas.

Se ha ido con la bici y me ha arrancado un trozo de estómago sin darse cuenta. Yo noto perfectamente el agujero, veo el vacío y me siento como Johnny cuando ya no podía coger su fusil.

A mediados del siglo pasado, en ciertos núcleos del hambre, cuando los primogénitos se iban de casa, algunos padres lo agradecían al cielo y en misa de 12. Una boca menos. En el caso de las mujeres, se las echaba principalmente de menos a la hora de fregar. Era cuando no existían síndromes de nidos vacíos, ni siquiera síndromes a secas. Y ellos y ellas eran adultos a los 15, capaces ya de arar la tierra, de lavar en el río y de celebrar un pollo asado y un cosechero en navidad.

Ahora se nos desparrama el alma creyéndolos siempre niños, desprotegidos. Entonces, ¿qué les hemos enseñado?

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