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mis tripas, corazón

Y no entiende tu piel

Cada año me llega la Navidad con más indefensión y más tristeza. Por los que ya no están. Trato de sobrevivir y sobreponerme haciendo oídos sordos a tanta luz desperdigada entre la niebla de estrellas de pacotilla. Me arranco los cristalinos cuando suenan villancicos a ritmo de ven a comprar conmigo. Tranquila, ya queda menos.
Nunca me ha entusiasmado, quizá por el frío asociado y los deseos disociados, pero es cierto que cuando mis hijos eran pequeños me producía cierto gusto con sonrisas el olor de nieve sin nevar y las vacaciones arropadas con bufanda de colores.
Al menos hace ya años que me he librado de las celebraciones escolares y de transgredir las razas a golpe de tiznón.
Fue, creo, en la Navidad de 2006, cuando a mi hijo Vania le tocó hacer de uno de los reyes magos en la fiesta del colegio, un colegio público, por cierto, con niños de todas las nacionalidades, de todos los colores, de todos los planetas y de todas –o de ninguna- de las confesiones. Me huele a rancio lo de las representaciones marianas y reales, pero me tragué mi postura sin perder la compostura y acepté pulpo como animal doméstico. Venga, vale, es como un juego, los niños se divierten y los programas educativos que vienen de la Junta o del Ministerio no dan para más; ya no sería como pedir peras al olmo, sino cangrejos rusos al olivo.
Y hablando de Rusia, del sur de Moscú y cruzando la frontera ucraniana, llegó Vania, y más tarde se le uniría Andrey. Ambos blancos como las postales de un invierno en Kiev, aunque nada radiantes y más bien hambrientos de atrasos. Lo más oscuro de sus cuerpos, sus heridas de guerra embadurnadas con violeta de genciana.
Pues bien, ya Vania limpito, blanquito y con su pelo-pincho rubio, llega y me dice que le ha tocado hacer del rey Baltasar. Ojiplática me mordí la lengua y busqué un corcho que quemé para tiznarle la cara: el mago berretes, parecía en el escenario. Albert, con sus rastas de oro negro y su color caribeño habría sido el Baltasar más lindo de todos los belenes. En fin…
Años después, a Andrey, el pequeño, le toca hacer de rey mago y menos mal que guardé el disfraz (lo busqué desesperada y lo encontré en los cajones de la habitación que compartían de pequeños, en ese caos del orden donde todo tenía un porqué para guardar el desorden). Recuerdo que comenté que, habiendo niños y niñas negros y negras, no le dieran ‘el Baltasar’, más que nada por no embadurnarle y que, si les parecía demasiado quisquillosa, que lo hiciera otro niño cuyos padres se ilusionaran más, o algo. “Sí, por supuesto”, me pareció escuchar”.
Pero no. Aún le recuerdo salir corriendo del cole y, desde sus ojos verdes y entre cuatro copos de nieve que tiró el cielo para que no olvidara su tierra, me dijo: “Mamuska, me tienes que buscar el traje de reye mago de Vania. Soy Baltasar”.
Así que, también por eso, mi sangre declaró la guerra a la Navidad que no entiende tu piel.

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