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30 años después de noviembre

Era un 13 de enero de 2009 cuando se conocía que la Audiencia Nacional iba a investigar los asesinatos de los sacerdotes jesuitas cometidos en El Salvador en noviembre de 1989 a manos de los militares. Admitía así a trámite la querella presentada por la Asociación Pro Derechos Humanos de España (APDHE) contra 14 miembros del ejército salvadoreño. La querella fue interpuesta en nombre de Alicia Martín Baró, hermana de uno de los sacerdotes asesinados. Ella fallecía a finales de 2018 contemplando el lento caminar cansado de procesos y sumarios. Y es que nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía.
Once años y ocho meses después de aquel enero, treinta años y diez meses después de aquel noviembre…
El que la Audiencia Nacional, y en un primer momento el juez Eloy Velasco, se metieran de lleno en la investigación de los hechos obedecía a que los jesuitas asesinados eran españoles: Ignacio Ellacuría, los vallisoletanos Segundo Montes e Ignacio Martín Baró, el burgalés Amando López y Juan Ramón Moreno. En la matanza acompañaban sus cadáveres los del religioso salvadoreño Joaquín López y los del ama de llaves, Julia Alba Ramos, y su hija Celina, de 16 años. Fue el padre de ésta quien encontró los cuerpos pocas horas después de la masacre. “Han matado a todos los padres”.
15 de noviembre de 1989. 23.00 horas. Espinoza recibe la orden de presentarse ante Benavides en la Escuela Militar: “Es una situación desesperada. Son ellos o somos nosotros, así que vamos a comenzar por los cabecillas. Tenemos la Universidad y ahí está Ellacuría”. Y acto seguido le ordenó que lo eliminara “sin dejar testigos”. El teniente Mendoza acompañó a Espinoza y le dejó una barra de camuflaje para pintarse la cara; Espinoza había sido alumno de Segundo Montes y probablemente querría no ser reconocido.
Óscar Mariano Amaya Grimaldi, soldado del batallón Atlacatl, recibió un AK-47. Portando ya los casi cinco kilogramos de su kalasnikov cargado, recibió la orden de su superior inmediato de acabar con unos “delincuentes terroristas” que se encontraban en el interior de la Universidad de Centroamérica, la UCA. El teniente Espinoza, con el apoyo del subteniente Guevara Cerritos, dio instrucciones que incluían cobertura y seguridad para quienes iban a matar a los sacerdotes. Se decidió quién iba a ejecutar el crimen y el grupo se desplazó en columna hacia la residencia en el recinto universitario.
Amaya Grimaldi, conocido entre sus compañeros como Pilijay (verdugo), se encargaría de “reducir a las personas”.
Golpearon con estrépito las puertas. Ellacuría vestía un albornoz color café. Segundo estaba en pijama. Martín Baró gritó: “Esto es una injusticia”. Justo estaba viendo cómo encañonaban a Julia y a su hija. Sacaron a los sacerdotes al patio. Antonio Ramiro Ávalos, alias Satán, y el Pilijay les ordenaron tirarse al suelo. Luego se oyeron los disparos. Y los tiros de gracia. Mientras tanto, Zarpate custodiaba a las dos mujeres en su habitación y, tras recibir la orden, apretó el gatillo.
Pérez Vásquez inspeccionó el lugar y, al pasar junto al cuerpo de Joaquín López, sintió cómo éste le agarraba un pie: le disparó cuatro veces más.
Concluido el trabajo, se lanzó una bengala en señal de retirada. Entonces Ávalos oyó gemidos en una habitación. Se dirigió a ella, encendió una cerilla y vio al ama de llaves y a la niña abrazadas agonizando. Ordenó al soldado Sierra Ascencio que las rematara. Mientras, Guevara Cerritos hacía una pintada en la pared para atribuir la matanza a la guerrilla que se enfrentaba a su poder: “El FMLN ejecutó a los enemigos espías. Victoria o Muerte”. El operativo duró alrededor de una hora desde que entraran en las dependencias de la Universidad. Eran las poco más de las dos de la mañana y el silencio vagaba espantado entre la sangre.
En este texto, elaborado con testimonios de algunos de los participantes en la masacre, no aparece el nombre del entonces coronel y viceministro de Seguridad Pública Inocente Orlando Montano. Él se dedicaba a hacer campaña contra la orden de los jesuitas, aunque asegura no tener nada que ver con las ejecuciones. No se manchó las manos, pero la sentencia del juez Andreu confirma que estaba con Benavides en la Escuela Militar durante la reunión de oficiales en la que se ordenó “matar a Ellacuría sin dejar testigos”.
Montano es el único procesado puesto a disposición de la Justicia española -fue entregado por EEUU en noviembre de 2017-, después de que las autoridades salvadoreñas denegaran las órdenes de extradición contra una veintena de militares acusados de participar en el diseño y ejecución de los asesinatos.
Benavides, encarcelado en El Salvador, cumple 30 años de prisión por crímenes de lesa humanidad. Los mismos le han caído a su compadre Montano. Otros tres o cuatro más han corrido la misma suerte; el resto dispone de su libertad para seguir justificando que los jesuitas asesinados fueron víctimas de sus ideas y de sus actos. Intentar mediar en una guerra les llevó a la muerte, que sigue sin tener victoria, quizá algo de justicia y un soplo más de verdad.

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