En un instante apareció la cara sonriente, muy sonriente, de Barack Obama. Medía al menos cien metros de alto por cien de largo. Luego, le vieron caminar por una serpenteante alfombra blanca suspendida en las nubes. Entró en una habitación con las paredes blancas (sin ventanas), el suelo blanco, el techo blanco, y al fondo estaba el Papa Francisco. Se saludaron. No se oía bien lo que decían. La imagen, como una cámara de vídeo, daba vueltas alrededor de ellos. Francisco parecía enfadado. Obama estaba serio. “Ven”, se oyó al fin. Entraron en una habitación contigua que tenía las paredes de color rojo (sin ventanas), techo y suelo de color rojo, y al fondo estaban todos los líderes mundiales de los países civilizados. “He hablado con los presentes y hemos decidido pedirte que renuncies a tu premio Nobel de la Paz [dijo Francisco], creemos que es lo más prudente.” Obama no reaccionó incomodándose. “Ya, lo entiendo. ¿Alguien más tiene aquí ese premio…?”
Justo entonces, cuando los líderes mundiales de los países civilizados tenían la palabra en la boca, oyeron un llanto desconsolado que les despertó. La niña palestina, el niño israelí, comprendieron que la pasada noche habían vuelto a tener un sueño agitado. Como todos los veranos, como todos los inviernos.
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