La especie humana es una especie muy agresiva.
Esto es lo primero que hemos de recordar cada vez que nos enfrentamos a un nuevo caso de violencia extrema, tanto materializada por adultos como por menores.
Influyentes corrientes de pensamiento religioso y filosófico lo han negado durante siglos dando una imagen un tanto idealizada de nuestro origen y realidad, y quizá por esto a nuestra mente todavía hoy le cuesta mucho trabajo admitirlo.
Las sociedades civilizadas disponen de numerosos mecanismos educativos y culturales para disminuir, regular y canalizar nuestra agresividad. También disponen de mecanismos legales y punitivos. El papel de los padres sigue siendo fundamental, y en la actualidad su principal reto quizá sea el control del inmenso caudal de violencia que sus hijos ya desde niños consumen a través de Internet y los videojuegos.
La hipótesis de un “brote psicótico” o de un trastorno psicótico debe ser siempre considerada cuando surgen casos inopinados y poco explicables, en principio, de violencia extrema (incluida la violencia que se dirige contra uno mismo buscando el suicidio, solitario o con muerte de otras personas). Sin embargo, la inmensa mayor parte de la violencia entre seres humanos se produce sin la presencia de enfermedad mental alguna. Son muy pocos los casos en los que existe dicha enfermedad, tanto en sus formas más graves (como los trastornos psicóticos) que pueden llegar a convertirse en eximentes de responsabilidad penal de la conducta realizada por el sujeto, como en otras formas más leves (estados de ansiedad, depresivos, consumo de sustancias o trastornos de personalidad, por ejemplo) en los que la conducta es juzgada a nivel legal con la consideración de haber existido un factor atenuante de responsabilidad.
En nuestro actual ordenamiento jurídico los menores de 14 años no tienen ninguna responsabilidad penal, hagan lo que hagan. Si un adolescente de 13 años, como el chaval del Instituto de Barcelona que esta mañana mató a un joven profesor, realiza una grave conducta violenta, está previsto que con él se lleven a cabo programas y medidas de apoyo psicológico, familiar y social, pero no se contempla el concepto “castigo justo” por haber arrebatado la vida a una persona. El protagonismo y la perspectiva que siempre prevalece en nuestras leyes, tanto en menores como en adultos, es la de buscar la inserción y rehabilitación del agresor, muy por encima del resarcimiento social y personal de la víctima.
Un adolescente sano de 13 años puede llegar un sábado a las tres de la madrugada incumpliendo la hora exigida por sus padres de llegar a la una, y recibir por esta falta de desobediencia algún tipo de “castigo” proporcionado que ni el sentido común de los padres ni ningún principio pedagógico sensato pondrían en duda como opción. Y si los padres y la psicopedagogía aceptan la posibilidad de ese pequeño “castigo” no es sino porque implícitamente consideran que con 13 años el chaval ya es responsable de su acto…