La pasada nieve que este 2017 empezó a caer junto al Mediterráneo, y la efímera en los Jardines de La Granja del último fin de semana, me han recordado uno de los momentos más reveladores y de doliente belleza de la Literatura que conozco, y también del cine, aquel en que el autor de las palabras, y años después el de las imágenes, la hacen posarse suavemente sobre los vivos y sobre los muertos.
La rápida “epifanía” de James Joyce en el relato final de los quince que componen Dublineses (1914), Los muertos, y la pausada cámara de John Huston en su obra-testamento, Dublineses (1987), hacen el milagro.
De la banalidad bulliciosa y dinámica de una cena de Navidad con invitados, música y baile, ritual que permite reconocer en qué nos convierte la derrota del tiempo y representar, una vez más, nuestro papel ante los otros, al más intenso y autista deseo sexual por completo ignorado, el recuerdo abrupto de un amor juvenil que frustró la muerte, la soledad en que nos dejan el pensamiento, las lágrimas y el sueño de nuestro ser querido, al cansancio infinito de la nieve nocturna que cae silenciosa sobre todos, sobre la ciudad, sobre los campos, y todo lo contempla.
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