Cuando hace aproximadamente 2.000 millones de años la vida realizó una de sus más gloriosas revoluciones dando paso las bacterias a nuevos seres multicelulares que empezaron a utilizar mecanismos de reproducción sexual que han llegado hasta los mamíferos, y alcanzado de pleno al Homo o Mulier Sapiens hace unos 100.000 años, la madre Naturaleza se vio obligada a diseñar estructuras físicas distintas entre el macho y la hembra de cada especie adaptadas al fin reproductivo, con notables repercusiones funcionales en el plano zoológico, y más tarde en el prehistórico, histórico y cultural.
Mediante este larguísimo proceso de “toma de decisiones” adaptativas por parte de la vida que en cada una de ellas se jugaba su supervivencia, los machos humanos terminaron teniendo más musculosos bíceps, y de más peso, que las hembras. Los mencionados bíceps resultaban muy útiles para cazar mamuts y alimentarse, pero pronto se convirtieron —junto a la necesaria agresividad para dar las órdenes— en un instrumento de poder y dominio del entorno de extraordinaria eficacia, el más rápido y contundente, el más usado.
Durante miles de años, y en la mayor parte del planeta Tierra a día de hoy, los bíceps, la fuerza física bruta, ha servido como pilar, fundamento y “razón suprema” para organizar y jerarquizar la sociedad de humanos y sus relaciones. Algo que puede parecer sorprendente, pero que entiendo una realidad. Un hecho que no ha sido nada bueno para los hombres, llevados a participar en miles y miles de guerras. Y menos aún para las mujeres sometidas en sus relaciones privadas y sociales al albur de una tosca fuerza muscular.
En busca de la igualdad de derechos y de estatus entre las mujeres y los hombres, Occidente dio pasos importantes en el siglo XX tratando de guiar sus leyes y hábitos de conducta por un principio cultural de racionalidad en vez de por la vieja ley biológica de los bíceps. No obstante, si vemos esta evolución en perspectiva y nos fijamos en cómo están las cosas en pleno siglo XXI fuera del que llamamos “mundo civilizado”, queda claro que el camino no ha hecho más que empezar.
“Día Internacional de la Mujer Trabajadora”, o “Día Internacional de la Mujer”, son términos que tienen ciertas connotaciones políticas y sindicales. Quizá sería mejor llamarlo Día por la Igualdad entre Hombres y Mujeres, o entre Mujeres y Hombres. Un día para que la sociedad civil recuerde simbólicamente lo que quiere que ocurra, y está dispuesta a cumplir, los 365 días del año. La causa de la igualdad —sin caer en fundamentalismos ni igualaciones robóticas— me parece una de las grandes causas culturales del tiempo que nos ha tocado vivir.
La cultura occidental ha pasado a lo largo de su historia por la Grecia clásica, el Renacimiento, la Ilustración y las democracias contemporáneas. No tenemos ninguna razón sólida para pensar que todo el planeta pueda alcanzar algún día nuestro nivel de civilidad, social y legal. Esta idea no pasa de ser más que la formulación de un deseo, ojalá puedan vivirla nuestros descendientes. Pero tanto en las sociedades occidentales que ya hemos dado pasos importantes aunque nos queden otros por dar (igualación en salarios, tareas domésticas, puestos directivos, etc.), como sobre todo en otras sociedades, espero que la causa de la igualdad entre hombres y mujeres siga avanzando históricamente y teniendo éxito. ¡Felices días!
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