Entre el 10 y el 12 de julio de 1997, hace tan solo 20 años, la organización criminal ETA sometió a todos los españoles a su régimen de terror y tortura como nunca antes lo había hecho. Secuestró a un jovencísimo concejal de un pueblo del País Vasco, Ermua, un pueblo que pudo haber sido cualquier otro de España, nos dio un ultimátum de 48 horas para que el Gobierno aceptase el chantaje de aproximar sus presos, y advirtió de una ejecución sumaria en caso de no ser atendida esta petición “político-militar”. Los españoles vivimos con extrema tensión la secuencia de acontecimientos durante aquellas horas de vigilia, sufriendo en primera persona la terrible incertidumbre, como si el concejal de 29 años fuese miembro de nuestra propia familia. Un bienintencionado e ingenuo pensamiento nos hizo albergar la esperanza de que, ante el clamor popular para que fuese liberado, la ejecución finalmente no tendría lugar. Con el corazón en vilo quisimos creer que la barbarie no sería real, que no ocurriría, que si quedaba el más mínimo resquicio de humanidad en la banda terrorista ellos mismos desistirían de su amenaza. La ejecución, fría, desalmada, cobarde, implacable, se produjo pocos minutos después de la hora anunciada, las cuatro de la tarde, ante la silenciosa mirada de los árboles del bosque de Lasarte. Una cruel muerte entre las flores. Se sabe que fue el pistolero Txapote el que apretó por dos veces el gatillo de su Beretta: la primera, para darle un tiro detrás de la oreja; la segunda, mortal, para asestarle otro en la nuca. Miguel Ángel cayó con las manos atadas a la espalda, las rodillas juntas, flexionadas, y la cabeza contra el suelo, desangrándose. Unos vecinos y sus perros encontraron el cuerpo de la víctima aún con respiración, entrecortada, agónica, buscando la vida. A las cinco de la madrugada le desconectaron del respirador artificial en el hospital una vez certificada la muerte cerebral irreversible. Toda España quedó conmocionada al conocer este desenlace, estallando en un grito espontáneo de dolor y rabia. Un grito de millones de personas fundido en una única voz. Ciudadanos de todas las edades, estratos sociales e ideologías políticas salieron a las calles y plazas del país gritando sin miedo: ¡a-se-sinos, a-se-sinos, a-se-sinos! ¡ETA, escucha, aquí tienes mi nuca! Enseñaban miles, millones, de manos blancas, manos sin sangre, elevadas al cielo, apoyadas en la nuca. Las conciencias y las emociones se movilizaron de forma rápida y muy potente, de abajo arriba, de las personas al Poder. Las ideologías políticas desaparecieron, se volatilizaron ante la fuerza de la solidaridad natural. Volver a ver los vídeos de las manifestaciones que se produjeron aquellos días emociona hasta el escalofrío. ¡A-se-sinos, a-se-sinos, aquí está mi nuca! Jóvenes, mayores, ancianos, todos a una. Los políticos no tardaron en ponerse los primeros en la fila, como hacen siempre, pero sabían muy bien que estaban a la cola de la iniciativa tomada por los ciudadanos. Esos días fuimos los ciudadanos quienes decidimos, quienes dictamos la agenda. Los políticos fueron simples y auténticos servidores públicos, a su pesar. Miguel Ángel Blanco había muerto, el Espíritu de Ermua acababa de nacer. Un sentimiento, un espíritu, compartido por millones de personas de derechas y de izquierdas, por creyentes y no creyentes, un espíritu real, de dignidad humana, cívico. Miguel Ángel se convirtió a la vez en una víctima más de las 829 asesinadas por ETA y en símbolo colectivo de todas estas víctimas. Un símbolo de la masacre, de la democracia y la razón frente a la violencia y la barbarie fanática. Un símbolo de los sentimientos humanos que están muy por encima de la política. Un símbolo de lo mejor de todos nosotros.
Esto ocurrió hace tan solo 20 años… ¡qué frágil es la memoria! En esta nueva etapa posconsenso de la historia de España que estamos viviendo ahora se ha empezado a no entender, a olvidar, incluso a romper, lo más digno y valioso de nuestros 40 años de democracia constitucional. Y lo que es peor: el no entendimiento, la ruptura, el olvido, en algunos son claramente voluntarios.
Así pues, in memoriam.
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