¡Bendito sea el poderoso Alá! ¡Bendito sea Alá! ¡Bendito Alá!
Después de un Prólogo de ajuste y un largo preámbulo de nada menos que siete capítulos, tres veces repite la salutación del Corán con la que rezan los de su religión a la puesta del sol, Cide Hamete Benengeli. La tercera salida ha comenzado, esta vez al anochecer, y el historiador arábigo está contento:
“Por ver que tiene ya en campaña a don Quijote y a Sancho, y que los letores de su agradable historia pueden hacer cuenta que desde este punto comienzan las hazañas y donaires de don Quijote y de su escudero.”
Aunque tales “hazañas y donaires”, las unas propias del caballero y los otros del escudero, habrán de esperar un poco, porque en este capítulo de camino al Toboso los dos siguen reflexivos. En verdad, muy reflexivos sobre algunos grandes asuntos humanos. Lo que no quita para que antes de su ejercicio de racionalidad (y de fe, como veremos) hagan una notable demostración de ‘pensamiento mágico’, al interpretar los relinchos de Rocinante y los pedos del borrico como señal de buena fortuna:
“Solos quedaron don Quijote y Sancho, y apenas se hubo apartado Sansón, cuando comenzó a relinchar Rocinante y a sospirar [peerse] el rucio, que de entrambos, caballero y escudero, fue tenido a buena señal y por felicísimo agüero; aunque, si se ha de contar la verdad, más fueron los sospiros y rebuznos del rucio que los relinchos del rocín, de donde coligió Sancho que su ventura había de sobrepujar y ponerse encima de la de su señor.”
El pensamiento mágico, antes de los avances racionales de los siglos XVIII, XIX y XX, antes de producirse las muchas y muy diversas ‘revoluciones del conocimiento’, filosóficas, artísticas, científicas y tecnológicas, además de las revoluciones políticas y sociales, y de los grandes cambios y eventos demográficos, industriales y militares habidos a lo largo de estos últimos siglos, sobre todo ya durante la Edad Contemporánea, era todavía más intenso y estaba más extendido entre la población de lo que lo está en la actualidad, que ya es decir. Nada tiene de extraño, por tanto, que en época de Cervantes los relinchos de un caballo y los pedos de un asno se considerasen señales muy a tener en cuenta sobre el porvenir.
De los grandes asuntos de los que se habla en este capítulo destacan tres: la religión, la envidia y la fama.
De la segunda, siguiendo la doctrina de San Agustín muy popularizada por entonces (nos aclara una nota al texto), dice Don Quijote:
“–La envidia que algún mal encantador debe de tener a mis cosas, todas las que me han de dar gusto trueca y vuelve en diferentes figuras que ellas tienen; y, así, temo que en aquella historia que dicen que anda impresa de mis hazañas, si por ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divertiéndose a contar otras acciones fuera de lo que requiere la continuación de una verdadera historia. ¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias.”
Llama la atención que en el ajuste de cuentas con Avellaneda que hace en el Prólogo de esta Segunda parte (ya comentado), y para defenderse de la acusación directa de tener “invidia” de Lope de Vega, Cervantes menciona la existencia de dos tipos de envidia, afirmando que él solo tiene una: “He sentido también que me llame invidioso y que como a ignorante me describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad de verdad, de dos que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bienintencionada”. Mientras que ahora no menciona esta sana envidia o ‘envidia buena’, y solo se refiere, por boca de Don Quijote, a la ‘mala’. La diferencia no hay que entenderla necesariamente como un sesgo en favor propio hecho entonces, pues también cabe interpretar que lo adecuado al contexto religioso de este capítulo es que el “caballero de la fe” (Unamuno) no mencione la primera.
Sancho cree que a él la envidia ajena quizá no le alcance:
“–Pues a fe de bueno que no he dicho yo mal de ningún encantador, ni tengo tantos bienes que pueda ser envidiado; bien es verdad que soy algo malicioso y que tengo mis ciertos asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza mía, siempre natural y nunca artificiosa; y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos.”
Aunque finalmente reconoce que le da igual, con tal de verse famoso:
“–Pero digan lo que quisieren, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; aunque por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un higo que digan de mí todo lo que quisieren.”
Don Quijote enlaza entonces con el tema de la fama, en principio con la mencionada por Sancho, la fama conseguida de cualquier forma o a cualquier precio (una cuestión que tiene mucho que ver con el supuesto caballero andante, o por mejor decir, con el pobre hidalgo manchego, Alonso Quijano). Cuenta entonces el caso de una “dama cortesana” (prostituta de alto standing) que al no ver su nombre en una sátira que hizo un famoso poeta de la época se irritó sobremanera y “se quejó al poeta”, amenazándolo si no la incluía. El poeta cedió, “y ella quedó satisfecha, por verse con fama, aunque infame.” Luego menciona los casos de Eróstrato, que quemó el templo de Diana para alcanzar renombre, y de Carlos V y un caballero de Roma, que estuvo a punto de abrazar al emperador y arrojarse con él por la claraboya del Panteón con esa misma finalidad.
“–Quiero decir, Sancho, que el deseo de alcanzar fama es activo en gran manera.”
A continuación hace un súbito giro dialéctico poniendo varios ejemplos de fama meritoria de algunos héroes romanos, entre ellos Julio César, y nombra también a Hernán Cortés. Esto le sirve para explicar en qué consiste y cómo distinguir la que considera ‘fama buena’:
“–Todas estas y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama, que los mortales desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos merecen, puesto que los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado. Así, ¡oh Sancho!, que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana que profesamos. Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros. Ves aquí, Sancho, los medios por donde se alcanzan los estremos de alabanzas que consigo trae la buena fama.”
¡La gloria eterna por los siglos de los siglos en las celestes y etéreas regiones, la inmortalidad! ¡Ahí es nada! Sancho empezó hablando de fama terrenal, muy terrenal, de ese tipo de fama que hoy podemos ver en muchos realitys y shows de TV, y responde a la conocida frase irónica que suele atribuirse a Salvador Dalí (desde luego, es muy propia del personaje): “Lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien”. Pero Don Quijote habla de otra cosa, de una fama vinculada por completo a la religión y los preceptos morales (vinculación que también reconoce Sancho de manera indirecta cuando más arriba se refiere a la envidia). La declaración de religiosidad, cristiana y católica, que Don Quijote hace en este capítulo es de una claridad meridiana, quizá la más completa y explícita de todo el Quijote. Y por su intensidad roza lo que pudiera entenderse como fanatismo religioso. Roza. No diré, por tanto, que el personaje dentro de su ‘delirio de grandeza’ sea también un fanático religioso, pero negarlo por completo no resulta racionalmente fácil.
Cervantes se limita a descalificar la fama terrenal, la “vanidad de la fama” que puede alcanzarse en el “presente y acabable siglo”, la fama mortal. Atribuye la vanidad solo, sin decir por qué, a la búsqueda de fama en la Tierra o fama mortal, y no a la de fama inmortal (que pudiera ser aún mayor). No analiza ni profundiza en los motivos inherentes a la naturaleza humana que llevan a muchas personas a desear y anhelar la fama en vida, ni el porqué de que algunas lo hagan con mucha más intensidad que otras. Es hipotético interpretar que si Cervantes no entra en este análisis se debe a que el asunto de la fama tiene demasiado que ver consigo mismo, con su deseo de alcanzar la gloria literaria, con su ego. Lo que resulta más constatable es que el deseo de reconocimiento ajeno o público lo tienen con más frecuencia mentes inseguras y con carencias afectivas tempranas, y también sujetos competitivos, ambiciosos, con un sentimiento de superioridad (ambas posibilidades no son incompatibles). Que luego est@s anheladores de fama terrenal sean éticamente unas bellísimas personas en sus relaciones interpersonales, o más bien lo contrario, que tengan más, menos o nada de talento, que sean simpáticos o antipáticos, agresivos o pacíficos, educados o maleducados, omnívoros o veganos, es distinta cuestión.
“–Cogido le tengo –dijo Sancho–.”
Hecha su declaración de buena fama, de fama inmortal, de cristiana y católica fama, Sancho Panza entra en una graciosa porfía con Don Quijote (en la que además demuestra ser cierto lo que dice sobre sí mismo, que es “algo malicioso” y tiene sus “ciertos asomos de bellaco”), al comparar la grandeza de la fama que alcanzan los caballeros andantes con la de los santos:
“–Y dígame agora: ¿cuál es más, resucitar a un muerto o matar a un gigante? (…) Luego la fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden lámparas, y están llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adoran sus reliquias, mejor fama será, para éste y para el otro siglo, que la que dejaron y dejaren cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes ha habido en el mundo (…) Quiero decir –dijo Sancho– que nos demos a ser santos y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o antes de ayer (que, según ha poco, se puede decir desta manera) canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está, según dicen, la espada de Roldán en la armería del Rey nuestro Señor, que Dios guarde. Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero; más alcanzan con Dios dos docenas de diciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endriagos.”
Don Quijote reconoce que es verdad lo que dice Sancho, y aprovecha para abundar en su declaración de fe:
“–Todo eso es así –respondió don Quijote–, pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería, caballeros santos hay en la gloria.”
Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho, se muestra alineado por completo con la declaración de fe del caballero: “Así como Don Quijote, enardecido por la lectura de los libros de caballerías se lanzó al mundo, así Teresa de Cepeda, siendo aún niña y encendida por la lectura de las vidas de santos, que le parecía «compraban muy barato el ir a gozar de Dios», concertó con su hermano irse a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá los descabezasen, y visto lo imposible de ello, ordenaron hacerse ermitaños (…) ¿Qué es todo esto sino caballería andante a lo divino o religioso? Y en cabo de cuenta ¿qué buscaban unos y otros, héroes y santos, sino sobrevivir? Los unos en la memoria de los hombres, en el seno de Dios los otros. ¿Y cuál ha sido el más entrañado resorte de vida de nuestro pueblo español sino el ansia de sobrevivir, que no a otra cosa viene a reducirse el que dicen ser nuestro culto a la muerte? No, culto a la muerte, no; sino culto a la inmortalidad.”
Hay una larga tradición de teóricos de la Psicología y la Psiquiatría (entre otros, Freud, Jung o Castilla del Pino), y aún más larga y clásica de pensadores y escritores (Epicuro, Gracián, Shakespeare o Nietzsche, por ejemplo), que entienden que el deseo o anhelo de inmortalidad (en su grado máximo, ese “culto a la inmortalidad” del que habla Unamuno), es un mecanismo de defensa reactivo, un ropaje o vestimenta que esconde detrás lo que no es sino el crudo, el cerval miedo a la muerte que tienen los humanos por su consciencia plena de ella. En rigor científico, debe decirse que esta potente intuición compartida por muchos y muy diversos brillantes cerebros a lo largo de la Historia, todavía no ha sido demostrada.
“En estas y otras semejantes pláticas se les pasó aquella noche y el día siguiente, sin acontecerles cosa que de contar fuese, de que no poco le pesó a don Quijote.”
Todo lo dicho ocurre en este denso capítulo, en el que en apariencia no pasa nada.
“En fin, otro día al anochecer, descubrieron la gran ciudad del Toboso.”
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( Donde se cuenta lo que le sucedió a don Quijote yendo a ver su señora Dulcinea del Toboso. Quijote, II, 8, RAE, 2015)