En el Quijote hay cientos, miles de burlas. Burlas entre, de y hacia muchos personajes, pero sobre todo dirigidas a Sancho Panza y muy especialmente a Don Quijote, el loco, el blanco perfecto. No podía ser de otra manera cuando la intención declarada de Cervantes es la de parodiar los libros de caballerías. Los dos personajes principales, los supuestos caballero andante y escudero, no pueden librarse de las más, mayores, mejores y peores burlas de cuantas se hacen a lo largo de la historia. El humor burlesco forma parte de la estructura de la narración cervantina. Burlas por esto, por aquello y por lo de más allá, burlas a tutiplén. Burlas finas, y burlas de muy grueso calibre. Burlas de todo género y condición. Aunque quizá, se pueden distinguir dos tipos fundamentales de burlas hacia los dos ‘héroes’: 1) las burlas que dirigen otros personajes a Don Quijote y Sancho en el contexto de la acción y los sucesos (que con independencia de su mayor o menor tosquedad en función de la alcurnia del personaje, suelen ser muy crudas, irrespetuosas, incluso agresivas y violentas), y 2) las burlas irónicas con un sentido del humor mucho más refinado que se producen en los diálogos del caballero y el escudero, y las que hace el narrador o narradores de la historia. De estos dos tipos de burlas, las primeras pueden entenderse como fiel reflejo del sentido del humor real predominante en la época, del humor que había a comienzos del siglo XVII. Mientras que las segundas, como reflejo no menos fiel del particularísimo sentido del humor irónico de Cervantes.
Don Miguel somete de manera implacable a sus dos personajes principales a la dura ‘prueba de realidad’ de las burlas de otros muchos personajes, hasta el punto de parecer en ocasiones despiadado con ellos. El principio de comicidad es sagrado para él, nunca lo incumple. Cervantes tiene casi una obsesión por entretener, por agradar, por hacer reír, pues parece totalmente convencido de que es imprescindible, condición necesaria, para tener éxito de público. Y de este principio literario, y de la intención paródica, se deriva una paliza monumental a Don Quijote y a Sancho Panza propinada por la ‘realidad’ del entorno que les rodea. Monumental paliza que reciben de las incesantes burlas que forman parte esencial de la comicidad del texto. Hasta tal punto es inmisericorde en aprovecharse del lado morboso del humor basado en reírse de las desgracias ajenas (perfectamente desarrollado ya en su época, como sigue estándolo en la actualidad en los shows y realitys de la TV, la infinidad de memes de Internet que nos inundan a diario, y algunos humoristas muy famosos), que su continua repetición lleva a interrogarnos sobre si Cervantes tenía como rasgos de su propia personalidad los que en el Capítulo VIII atribuye a Sancho Panza: “bien es verdad que soy algo malicioso y que tengo mis ciertos asomos de bellaco.” Lo mismo, quizá, que la mayoría de las gentes de su tiempo… y del nuestro.
Pasados los ‘héroes’ por la inevitable burla gruesa y despiadada de otros personajes, Cervantes hace después dos cosas en el proceso de escritura que suponen un gran salto cualitativo, afortunadamente: 1) atemperar y humanizar todo lo que les ocurre mediante su irónico sentido del humor (en el nivel narrativo de los diálogos y de los comentarios de autor), y 2) terminar los sucesos salvando y elevando siempre la dignidad y los sentimientos del caballero y del escudero, que representan los de los muchos lectores que se identifican con ambos. Esto hace que el Quijote sea el Quijote, y no una simple parodia cómica con un tosco sentido del humor.
En el presente capítulo Cervantes somete a Don Quijote a la que quizá sea la peor, la más ‘dolorosa’ de todas las burlas. Por su contenido y porque quien la piensa y se la hace es su fiel Sancho. En principio, para salir del atolladero de tener que ir aquella mañana por encargo de Don Quijote a solicitar audiencia a una inexistente Dulcinea. Pero después se nota que Sancho se recrea en el engaño e industria que ha concebido camino del Toboso hablando “consigo mesmo”, en “soliloquio”, sentado al pie de un árbol antes de darse media vuelta, pensando que su amo es un “loco de atar”, y decidido a vencerle por insistencia, por pura cabezonería: “Y cuando él no lo crea, juraré yo, y si él jurare, tornaré yo a jurar, y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere.” Una vez que se le pierde el miedo, engañar a un loco no es difícil. O tan fácil o difícil como engañar a cualquier otra persona.
La burla y el engaño de Sancho son de tales proporciones que tocan en lo más hondo a Don Quijote. Y más todavía a Miguel de Unamuno, que en su Vida de Don Quijote y Sancho reconoce sentirse tan apesadumbrado por todo lo que ocurre en este capítulo que no quiere seguir anotando nada más, quiere “pasar a otra cosa”, pues: “No puede leerse sin angustia este martirio del pobre Alonso.”
Don Quijote dice a Sancho en un tono triste (que no se corresponde con las convenciones habituales del género caballeresco, según nota al texto) que mientras va al Toboso a realizar la embajada que le ha encomendado, él se queda “temiendo” en “amarga soledad”.
De vuelta ya Sancho con su industria preparada, continúa Cervantes:
“–De ese modo –replicó don Quijote–, buenas nuevas traes.
–Tan buenas –respondió Sancho–, que no tiene más que hacer vuesa merced sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa merced.
–¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? –dijo don Quijote–. Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas.
–¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced –respondió Sancho–, y más estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá venir a la princesa nuestra ama vestida y adornada, en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el viento (…) ellas vienen las más galanas señoras que se puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea mi señora, que pasma los sentidos. (…) Ya en esto salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres aldeanas. Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbose todo y preguntó a Sancho si las había dejado fuera de la ciudad.
–¿Cómo fuera de la ciudad? –respondió–. ¿Por ventura tiene vuesa merced los ojos en el colodrillo, que no vee que son éstas las que aquí vienen, resplandecientes como el mismo sol a medio día?
–Yo no veo, Sancho –dijo don Quijote–, sino a tres labradoras sobre tres borricos. (…)
–Calle, señor –dijo Sancho–, no diga la tal palabra, sino despabile esos ojos y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya llega cerca.
Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas y, apeándose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres labradoras y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
–Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos, de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
A esta sazón ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora; y como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios. (…)
–Levántate, Sancho –dijo a este punto don Quijote–, que ya veo que la fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes. Y tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago la humildad con que mi alma te adora. (…) –Sancho, ¿qué te parece cuán mal quisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. (…) ninguna cosa puso la naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada (…) –¡Y que no viese yo todo eso, Sancho! –dijo don Quijote–. Ahora torno a decir y diré mil veces que soy el más desdichado de los hombres.”
Muchos cervantistas consideran decisivo este capítulo en el que se produce una inversión de roles en el juego de poder entre caballero y escudero, amo y criado, y entre realidad y fantasía. Unamuno, en cambio, hace una interpretación muy bella y emotiva (aunque no la comparto) relacionada con la fe, el amor, el desengaño, el sufrimiento y la angustia:
“La fe de Sancho en Don Quijote no fue una fe muerta, es decir, engañosa, de esas que descansan en ignorancia, no fue nunca fe de carbonero, ni menos fe de barbero, descansadora en ocho reales. Era, por el contrario, fe verdadera y viva, fe que se alimenta de dudas. Porque sólo los que dudan creen de verdad y los que no dudan ni sienten tentaciones contra su fe, no creen de verdad. (…) Sancho veía las locuras de su amo y que los molinos eran molinos y no gigantes, y sabía bien que la zafia labradora a la que iba a encontrar a la salida del Toboso no era, no ya Dulcinea del Toboso, mas ni aun Aldonza Lorenzo, y con todo ello creía a su amo y tenía fe en él y creía en Dulcinea del Toboso (…) Sospechabas que tu amo desvariaba por loco y dudabas de lo que veías, y a pesar de ello le creías pues ibas tras de sus pasos. Y mientras tu cabeza te decía que no, decíate tu corazón que sí, y tu voluntad te llevaba en contra de tu entendimiento y a favor de tu fe.”
“No nos quepa duda de que con los ojos de la carne Don Quijote vio los molinos como tales molinos y las ventas como ventas y de que allá, en su fuero interno, reconocía la realidad del mundo aparencial (…) El loco suele ser un comediante profundo, que toma en serio la comedia, pero que no se engaña y mientras hace en serio el papel de Dios o de rey o de bestia, sabe bien que ni es Dios, ni rey, ni bestia; quiere serlo y basta. ¿Y no es loco todo el que toma en serio el mundo? ¿Y no deberíamos ser locos todos?”
“Y ahora llegamos al momento tristísimo de la carrera de Don Quijote; a la derrota de Alonso Quijano el Bueno dentro de él. (…) El paso este del encantamiento de Dulcinea es grandemente melancólico. Sancho hizo su comedia (…) Don Quijote, esperó ver a Dulcinea, y debajo de él, Alonso Quijano, esperaba a Aldonza Lorenzo, suspirada en silencio doce años por sólo cuatro goces de su vista. (…) si Don Quijote no veía a Dulcinea, tampoco el pobre Alonso Quijano el Bueno veía a su Aldonza. Doce años de solitario sufrir, doce años de no haber podido vencer su encogimiento soberano (…) doce años de soñar en el imposible procurando acallar con la lectura de los libros de caballerías el todopoderoso amor, y ahora en que, gracias a Dios, ya loco, rota la vergüenza, se cumple lo imposible y va a recibir el premio de su locura; ahora… ¡ahora esto! ¡Qué santa, qué dulce, qué redentora suele ser la locura! Loco Alonso Quijano, por merced del Señor que se compadece de los buenos, rompió aquella tremenda costra de la timidez del hidalgo lugareño, y se atrevió, a escribir a su Aldonza, aunque fuese bajo la advocación de Dulcinea, y ahora, en premio, Aldonza misma viene desde el Toboso a verle. Se cumplió lo imposible, merced a la locura. ¡Al cabo de doce años! ¡Oh momento supremo tanto tiempo suspirado! (…) ¡Ahora, ahora va a redimirse de su locura, ahora va a lavársela en el torrente de las lágrimas de la dicha; ahora va a cobrar el premio de su esperanza en lo imposible! ¡Oh, y cuántas tinieblas de locura se disiparían bajo una mirada de amor! (…) ¿Pues qué, creéis que Alonso el Bueno no se daba cuenta de que estaba loco y no aceptaba su locura como único remedio de su amor, como regalo de la piedad divina? Al saber que su locura daba fruto, alborotóse el corazón del hidalgo (…) Ya te dan fruto tus locuras, buen caballero, pues merced a ellas sale a verte Aldonza (…) Y vino en seguida el tremendo golpe, el golpe que hundió en su locura al pobre Alonso el Bueno, hasta su muerte. (…) ¡Ni la locura te valió, buen Caballero! Cuando al cabo de doce años vas a tocar el premio de ella, la brutal realidad te da en el rostro. ¿No es acaso así con todo amor? (…) ¿No os entran ganas de llorar oyendo este plañidero ruego? ¿No oís cómo suena en sus entrañas, bajo la retórica caballeresca de Don Quijote, el lamento infinito de Alonso el Bueno, el más desgarrador quejido que haya jamás brotado del corazón del hombre? ¿No oís la voz agorera y eterna del eterno desengaño humano? (…) No puede leerse sin angustia este martirio del pobre Alonso.”
El sufrimiento de Unamuno, casi palpable, supera incluso al que muestra Don Quijote. La angustia de Unamuno no procede tanto del texto de Cervantes como de su propia interpretación. Y en última instancia, de su angustia personal. Respetando la apasionada interpretación que hace del capítulo, hay cuatro cuestiones al menos con las que no estoy de acuerdo:
1) La locura real que tienen las personas de carne y hueso, los trastornos psicóticos reales, no tienen nada de dulces, ni de redentores, ni de santos. No son liberadores ni útiles, más bien todo lo contrario. La idealización de la locura, tan frecuente en el arte, la filosofía y la literatura, es un mito cultural.
2) Las personas con trastornos psicóticos reales no son “comediantes profundos”, ni reconocen en su fuero interno la realidad física que se altera en sus delirios y / o alucinaciones, ni la falsedad de sus identidades deliradas, ni tienen conciencia de trastorno mental. Al menos, hasta que la mayor parte de las veces con tratamiento farmacológico mejoran de su actividad mental psicótica. Nada de agradable ni de positivo tendría que todo el mundo estuviese loco, en primer lugar para los propios afectados. Después el mundo entraría en un caos difícilmente compatible con la supervivencia.
3) La proyección dinámica de un amor frustrado o impotente por una aldeana ‘real’: Aldonza Lorenzo, transformado ‘mentalmente’ en objeto y fantasía delirantes: Dulcinea del Toboso, es una hipótesis que podrían sostener los, cada vez menos, psiquiatras y psicólogos partidarios de la teoría psicoanalítica. Pero esta teoría, pasado más de un siglo desde que se formuló, todavía no ha sido científicamente demostrada. El hecho de que la teoría psicoanalítica se dé por cierta con tanta frecuencia en el campo de la filosofía, la literatura y el arte, obedece a otro mito cultural.
4) La deducción e interpretación que hago del texto de este capítulo no es que Sancho tenga “fe” en Don Quijote, fe con dudas, “fe verdadera”, sino que, dotado de la astucia natural del pícaro, tiene muy claras dos cosas. Primera: “Este mi amo por mil señales he visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: «Dime con quién andas, decirte he quién eres», y el otro de «No con quien naces, sino con quien paces». (…) Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma unas cosas por otras y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora Dulcinea.” (Un razonamiento así, por cierto, no es capaz de hacerlo una persona con folie à deux o trastorno psicótico delirante compartido). Y segunda: que por muy loco que esté el amo, nunca se sabe a ciencia cierta si por arte de azar o fortuna, por Lotería de Navidad o del Niño, pudiese terminar cayendo alguna que otra ínsula… o tres crías de yegua (las que, para mayor escarnio suyo, el pobre y noble Don Quijote ofrece en la ocasión a su pícaro burlador).
Cervantes es implacable sometiendo a Don Quijote y a Sancho Panza a burlas de muy grueso calibre, y en el presente capítulo somete a Don Quijote a la más cruel. Para inmenso ‘dolor’ del caballero (a pesar del alivio de la ‘interpretación delirante’ que hace echando la culpa de la visión a un “maligno encantador”), el autor soberano de la novela decide que en esta ocasión Don Quijote vea la cruda realidad perfectamente, con plena ‘cordura’… ¡y en detalle!
En fin, ¡todo sea a la mayor gloria literaria y éxito de Cide Hamete Benengeli!
“–Y has también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma.
–¡Oh canalla! –gritó a esta sazón Sancho–. ¡Oh encantadores aciagos y malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como sardinas en percha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis. Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que le tocárades en el olor, que por él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.”
“Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado.”
Más que socarrón, don Miguel, bastante más que socarrón, y no por actitud mejor. Y delicadamente engañado, en absoluto. Hábilmente, sí. Hábilmente, astutamente. Con quizá un tanto más que algo de malicia, y ciertos asomos de bellaquería.
En este capítulo no es fácil compartir la empatía que hacia los dos ‘héroes’ muestran los dos escribidores don Migueles: ni la de Unamuno, ni la de Cervantes.
(Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos. Quijote, II, 10, RAE, 2015)
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