Del mismo modo que se puede hablar de ‘la locura de los cuerdos’ (por ejemplo, respecto del heroísmo, de cierto punto o toque de locura), también cabe hablar de ‘la cordura de los locos’.
En este capítulo Cervantes equilibra la balanza. Primero con Sancho, y después con Don Quijote.
Dos capítulos atrás el escudero termina tan engañado como el caballero creyendo no ser cierto lo que ven sus ojos, y en el último no se le menciona. El engaño que Cervantes propina a Sancho Panza nos puso en alerta para observar si en adelante el personaje reúne o no criterios de una folie a deux o ‘trastorno delirante compartido’ con Don Quijote. Pero en este capítulo comprobamos que Sancho entra en dudas y más que dudas, con lo que se aleja de tal posibilidad. Entendida en términos técnicos su ‘locura’, como posible ‘trastorno delirante compartido’, hasta ahora a lo largo de la Segunda parte ha sido efímera: ocurre tan solo y de manera muy breve en el final del Capítulo XIV. En cambio, si la entendemos en el sentido de un progresivo idealismo o ‘quijotización’, todavía queda mucho por ver y por decir.
“–¿Y crees tú, Sancho, por ventura, que el Caballero de los Espejos era el bachiller Carrasco, y su escudero, Tomé Cecial tu compadre?
–No sé qué me diga a eso –respondió Sancho–, sólo sé que las señas que me dio de mi casa, mujer y hijos no me las podría dar otro que él mesmo; y la cara, quitadas las narices, era la misma de Tomé Cecial, como yo se la he visto muchas veces en mi pueblo y pared en medio de mi misma casa, y el tono de la habla era todo uno. (…)
–Todo es artificio y traza –respondió don Quijote– de los malignos magos que me persiguen, los cuales, anteviendo que yo había de quedar vencedor en la contienda, se previnieron de que el caballero vencido mostrase el rostro de mi amigo el bachiller, porque la amistad que le tengo se pusiese entre los filos de mi espada y el rigor de mi brazo, y templase la justa ira de mi corazón, y desta manera quedase con vida el que con embelecos y falsías procuraba quitarme la mía. Para prueba de lo cual ya sabes, ¡oh Sancho!, por experiencia que no te dejará mentir ni engañar, cuán fácil sea a los encantadores mudar unos rostros en otros, haciendo de lo hermoso feo y de lo feo hermoso, pues no ha dos días que viste por tus mismos ojos la hermosura y gallardía de la sin par Dulcinea en toda su entereza y natural conformidad, y yo la vi en la fealdad y bajeza de una zafia labradora, con cataratas en los ojos y con mal olor en la boca. (…)
–Dios sabe la verdad de todo –respondió Sancho.
Y como él sabía que la transformación de Dulcinea había sido traza y embeleco suyo, no le satisfacían las quimeras de su amo, pero no le quiso replicar, por no decir alguna palabra que descubriese su embuste.”
Si Sancho Panza recupera su ‘cordura’, Don Quijote hace algo más que una demostración de simple cordura hablando con el vistoso hidalgo del Verde Gabán, un colega manchego, pero “más que medianamente rico”, al que encuentran por el camino, y que detiene su yegua después de que Sancho Panza le asegure que Rocinante es el caballo “más honesto y bien mirado del mundo”. Los razonamientos y opiniones de Don Quijote sobre los hijos, su educación, y sobre la poesía y la literatura, son sencillamente magistrales.
“Si mucho miraba el de lo verde a don Quijote, mucho más miraba don Quijote al de lo verde, pareciéndole hombre de chapa [‘hombre de buenas costumbres, virtuoso’; nota al texto]. La edad mostraba ser de cincuenta años; las canas, pocas, y el rostro, aguileño; la vista, entre alegre y grave [se ha notado un parecido físico entre DQ, el caballero y aun el propio Cervantes; nota al texto]; finalmente, en el traje y apostura daba a entender ser hombre de buenas prendas.”
Don Quijote explica su condición de caballero andante al de lo verde, y el de lo verde la suya a Don Quijote.
“–Esta figura que vuesa merced en mí ha visto, por ser tan nueva y tan fuera de las que comúnmente se usan, no me maravillaría yo de que le hubiese maravillado, pero dejará vuesa merced de estarlo cuando le diga, como le digo, que soy caballero destos que dicen las gentes que a sus aventuras van. Salí de mi patria, empeñé mi hacienda, dejé mi regalo y entregueme en los brazos de la fortuna, que me llevasen donde más fuese servida. Quise resucitar la ya muerta andante caballería, y ha muchos días que tropezando aquí, cayendo allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido gran parte de mi deseo, socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos, propio y natural oficio de caballeros andantes; y así, por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas, he merecido andar ya en estampa en casi todas o las más naciones del mundo: treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia [en España, una edición solía constar de mil quinientos ejemplares; nota al texto]. Finalmente, por encerrarlo todo en breves palabras, o en una sola, digo que yo soy don Quijote de la Mancha, por otro nombre llamado el Caballero de la Triste Figura.”
“–Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que déstos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados y nonada escasos; ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día, reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de Nuestra Señora y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor.”
Maravillado quedó Sancho Panza.
“Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la vida y entretenimientos del hidalgo, y, pareciéndole buena y santa y que quien la hacía debía de hacer milagros, se arrojó del rucio y con gran priesa le fue a asir del estribo derecho, y con devoto corazón y casi lágrimas le besó los pies una y muchas veces. Visto lo cual por el hidalgo, le preguntó:
–¿Qué hacéis, hermano? ¿Qué besos son éstos?
–Déjenme besar –respondió Sancho–, porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto en todos los días de mi vida [DQ monta a la brida, o sea, con estribos largos; nota al texto].
–No soy santo –respondió el hidalgo–, sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis de ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra.
Volvió Sancho a cobrar la albarda, habiendo sacado a plaza la risa de la profunda malencolía de su amo.”
De pronto, sin contextualizar, Cervantes habla de…
¡La profunda melancolía de Don Quijote!
(Mucho nos queda también por ver y por decir sobre ella).
El discreto caballero manchego le dice a continuación que tiene un hijo de 18 años que ha estudiado lenguas en Salamanca, la griega y la latina, pero que está preocupado por él porque muestra más inclinación hacia la poesía que hacia las leyes como a su padre le hubiese gustado, distrayéndose día sí y día también con los versos de Homero, Marcial, Virgilio u Horacio. “Todas sus conversaciones son con los libros de los referidos poetas”.
“A todo lo cual respondió don Quijote:
–Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida. A los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean bácu lo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso, y cuando no se ha de estudiar para pane lucrando [‘para ganarse la vida’; literalmente, ‘el pan’; nota al texto], siendo tan venturoso el estudiante que le dio el cielo padres que se lo dejen [‘el pan’], sería yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y aunque la de la poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar a quien las posee (…). [La poesía] no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del ignorante vulgo, incapaz de conocer ni estimar los tesoros que en ella se encierran. Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la gente plebeya y humilde, que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo. (…) El grande Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no escribió en griego, porque era latino; en resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos; y siendo esto así, razón sería se estendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaíno que escribe en la suya. (…) Según es opinión verdadera, el poeta nace: quieren decir que del vientre de su madre el poeta natural sale poeta, y con aquella inclinación que le dio el cielo, sin más estudio ni artificio, compone cosas, que hace verdadero al que dijo: «Est Deus in nobis» [‘un dios habita en nosotros’; nota al texto], etc. También digo que el natural poeta que se ayudare del arte será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte quisiere serlo: la razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza, sino perficiónala; así que, mezcladas la naturaleza y el arte, y el arte con la naturaleza, sacarán un perfetísimo poeta. (…) La pluma es lengua del alma: cuales fueren los conceptos que en ella se engendraren, tales serán sus escritos. (…) Sea, pues, la conclusión de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por donde su estrella le llama.”
Admirado quedó el del Verde Gabán con las palabras de Don Quijote sobre “la milagrosa ciencia de la poesía”, y con toda razón.
La mezcla o combinación de cordura y locura se produce en prácticamente todos los trastornos mentales, incluidos los trastornos más graves. Una perturbación cercana al 100% de todas las funciones mentales superiores que tenemos los seres humanos solo se observa en la actualidad en los estadios muy avanzados de demencia, previos a la muerte. Y antiguamente, antes de la era farmacológica, en los de máximo deterioro producido por las esquizofrenias catatónica y hebefrénica. Quizá la combinación más llamativa de cordura y locura de la psicopatología real se produce precisamente en la que elige Cervantes para Don Quijote: el trastorno delirante. En este trastorno existe una perturbación del juicio de realidad y del raciocinio muy importante, pero circunscrita a determinado tema o temas de la vida de la persona. Las alteraciones perceptivas en forma de alucinaciones no son predominantes como ocurre en el trastorno psicótico más frecuente, la esquizofrenia. La prevalencia estimada del trastorno delirante está en torno a un 0,2%, mientras que la de la esquizofrenia es el doble o triple, entre el 0,3 y el 0,7%. El balance entre locura y cordura en la esquizofrenia se inclina con el tiempo en aproximadamente un tercio de los casos del lado de la primera. Fuera de la temática afectada, en el trastorno delirante el resto de la estructura psíquica funciona con normalidad, incluso con ‘alta normalidad’ o ‘alta cordura’ si la persona que padece el trastorno es inteligente y culta.
Cervantes presta su mucha inteligencia y cultura a Don Quijote, y estas dos características, junto con la “profunda malencolía” (¿también de Cervantes…?) y el caballeroso altruismo de la identidad imaginaria, de su ‘locura psicótica’, crean en el personaje una muy compleja, alternante, trastornada y sabia, cognitivamente poderosa, ‘mente’.
Ajeno quedó Sancho de la reflexión de Don Quijote, pues a mitad de ella, “por no ser muy de su gusto, se había desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto estaban ordeñando unas ovejas.”
(De lo que sucedió a don Quijote con un discreto caballero de la Mancha. Quijote, II, 16. RAE, 2015)
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