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Alfredo Barbero

Ni locos ni cuerdos

Ingenuos (capítulo 25)

Crédulos e ingenuos, Don Quijote y Sancho.

Antes de llegar al episodio de este capítulo que demuestra la notable ingenuidad del caballero y del escudero, el moro autor, el señor Benengeli, se divierte contándonos la “aventura” de los rebuznos de dos “regidores” o concejales de un pueblo cercano, y las consecuencias inesperadas que tuvo. Lo hace por boca de un vecino al que habían encontrado en el capítulo anterior camino de la venta con un macho cargado “de lanzas y de alabardas”. Iba el hombre a toda prisa y no quiso detenerse, despertando una enorme intriga en Don Quijote, pues “era algo curioso y siempre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas”. Tanta curiosidad le entró, que ya todos en la venta, y para que contase su historia de inmediato, Don Quijote tiene la “humildad” de ayudarle a limpiar el pesebre y ahechar la cebada a su mulo. Esta “humildad” del pesebre y de dar comida a un animal es muy subrayada y elogiada por Unamuno en su Vida de Don Quijote y Sancho, pero dadas las circunstancias narrativas parece más bien una conducta sin mayor importancia movida por el interés, por su incontenible curiosidad. Un rasgo éste, el de la curiosidad, que también podemos atribuir razonablemente al escribidor de la historia. ¿Sería el señor Cide Hamete Benengeli un fisgón, un chismoso, o todo “autor” de historias ha de serlo un poco…?

La aventura de los dos “regidores” o concejales que rebuznan “maravillosamente” por todo el monte tratando de localizar de este modo al borrico perdido de uno de ellos, elogiándose sobre lo bien e insuperable que cada uno lo hace, es una graciosa burla naïf de Cervantes respecto de las autoridades locales competentes. Pero como ocurre casi siempre en esta caballeresca gran historia, las burlas terminan en palos, en golpes, caídas y combates (queremos suponer que por la necesidad de reflejar en una novela hecha obviamente para ser vendida, el sentido del humor predominante entre la gente de su época; aunque también es posible que al propio Cervantes esta frecuente derivada peleona, beligerante, física, combativa de su sentido del humor realmente le gustase, en conexión con su biografía de soldado; ¡desde luego no se priva de ella!). El caso es que otros pueblos cercanos empezaron a burlarse de los vecinos del pueblo de los concejales de excelentes rebuznos, rebuznando y riéndose de ellos cada vez que se cruzaban en los caminos o los veían en otros lugares. Y la cosa llegó a las manos. ¡Honor de pueblo y entre pueblos! ¡A las armas! De aquí, el mulo cargado de lanzas y alabardas al que Don Quijote da de comer solícito.

Sin tiempo para comentario alguno de los personajes sobre tan sonora aventura, llega de pronto a la venta maese Pedro con su retablo de figuras y su mono adivino, “cubierto el ojo izquierdo y casi medio carrillo con un parche de tafetán verde, señal que todo aquel lado debía de estar enfermo” [La presentación, subrayada por el narrador, sirve para situar al personaje en la tradición folclórica de la bellaquería atribuida a los tuertos; nota al texto].

Dice el ventero:

“–Éste es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de Aragón [‘tierras de la Mancha que corresponden, aproximadamente, a parte de la actual provincia de Cuenca y norte de la de Albacete’; n.] enseñando un retablo de la libertad de Melisendra, dada por el famoso don Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que de muchos años a esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo consigo un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos ni se imaginó entre hombres, porque, si le preguntan algo, está atento a lo que le preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo y, llegándosele al oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de las que están por venir, y aunque no todas veces acierta en todas, en las más no yerra, de modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva por cada pregunta, si es que el mono responde, quiero decir, si responde el amo por él, después de haberle hablado al oído; y, así, se cree que el tal maese Pedro está riquísimo, y es hombre galante, como dicen en Italia, y bon compaño [de buon compagno, ‘camarada divertido’, ‘salado’; n.], y dase la mejor vida del mundo: habla más que seis y bebe más que doce, todo a costa de su lengua y de su mono y de su retablo.”

El mono era “grande y sin cola, con las posaderas de fieltro [Por lo duras y peladas; n.], pero no de mala cara; y apenas le vio don Quijote, cuando le preguntó: –Dígame vuestra merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo [frase proverbial italiana que literalmente viene a significar ‘¿qué pez pescamos?’; n.]? ¿Qué ha de ser de nosotros? Y vea aquí mis dos reales.”

Maese Pedro le explica entonces que el mono solo responde de cuestiones pasadas y presentes, y no sobre las por venir. Pero la cuestión relevante de la pregunta de Don Quijote al mono es la ‘caracterización psicológica’ que supone del personaje, al que vemos entrar de cabeza en el engaño, creyendo de inmediato sin que le surja la menor duda en la capacidad de hablar y adivinar de un simio, propiedad de un “titerero” con notables trazas de pícaro y bellaco. Y lo mismo ocurre con Sancho, que también paga dos reales por saber qué está haciendo en ese momento su mujer, Teresa Panza. La credulidad de ambos se hace total cuando siguiendo el artificio de subirse el mono en su hombro y mover las mandíbulas haciendo como que le habla en el oído, maese Pedro identifica por su nombre a Don Quijote y se pone teatralmente de rodillas ante él: “y, abrazándole las piernas, dijo: –Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de Hércules, ¡oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante caballería!” Añadiendo sobre la mujer de Sancho, que estaba rastrillando lino y tenía a su lado izquierdo un jarro en el que “cabe un buen porqué de vino, con que se entretiene en su trabajo.” ¡Algo que al escudero le parece por completo verosímil!

Además de creer a pie juntillas en la capacidad adivinatoria del mono, Don Quijote no la atribuye a los “encantadores”. Hace en cambio una interpretación típica del pensamiento mágico: creer que el poder del mono se debe a un pacto entre maese Pedro y “el demonio”, para hacerse rico uno y conseguir su alma el otro. Pero siendo ésta una interpretación mágica o religiosa, no es una ‘interpretación delirante’ relacionada con su tema o ‘creencia psicótica’ habitual de ser un caballero andante perseguido por “encantadores”. Es decir, quien está creyendo en este momento en el engaño de maese Pedro no es un ‘delirante’ Don Quijote, sino un absolutamente ingenuo Alonso Quijano. Tan ingenuo y crédulo como Sancho Panza. El escudero quizá debido a su ignorancia, falta de lecturas y a no conocer mundo fuera de su pequeña aldea. Y el hidalgo manchego, posiblemente a causa de su bonhomía (que es el principal ‘rasgo psicológico’ con el que Cervantes caracteriza a este personaje en su estado cuerdo: “Alonso Quijano el Bueno”), a un exceso de lecturas fantasiosas y poéticas, y también por su patente falta de mundo, de conocimiento del mundo ‘real’, pues no son reportadas por los autores de su historia más salidas, aventuras ni experiencias fuera de su lugar por parte de Alonso Quijano que las que realiza estando ya ‘psicótico’, convertido en Don Quijote. Por esto resulta tan demoledora la ironía cervantina, o más bien el sarcasmo benengeliano, cuando tras haber caído con total ingenuidad en el engaño de maese Pedro y su mono de peladas posaderas, hacen afirmar al caballero:

“–Ahora digo –dijo a esta sazón don Quijote– que el que lee mucho y anda mucho vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque ¿qué persuasión fuera bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo he visto ahora por mis propios ojos?”

Sancho Panza sugiere a continuación a Don Quijote, y así lo hace, que pregunte al mono por lo ocurrido en la cueva de Montesinos. La certidumbre que los personajes tuvieron sobre aquellos sucesos en el Capítulo XXIII en que el caballero los relata, era ésta: Don Quijote creía que fue real y verdadero cuanto le había sucedido, asegurando haber visto todo con sus propios ojos y tocado con sus propias manos; y Sancho estaba convencido de que su amo no mentía, pero que lo sucedido debió ser obra de “encantadores” (lo que supuso un nuevo breve episodio de folie à deux o ‘trastorno delirante compartido’ con él), no pensando entonces en la posibilidad de que hubiese tenido un sueño. Pero llegados a este capítulo Cervantes juega y cambia la certidumbre y las hipótesis de los personajes: Don Quijote se dirige a maese Pedro: “y le rogó preguntase luego a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de Montesinos habían sido soñadas o verdaderas, porque a él le parecía que tenían de todo.” Sancho por su parte dice: “yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced, que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos cosas soñadas.” Y finalmente el mono, por boca de maese Pedro, remata la verdad de lo que en la cueva de Montesinos ocurrió o pudo haber ocurrido:

“–El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio o pasó en la dicha cueva son falsas, y parte verisímiles, y que esto es lo que sabe, y no otra cosa”.

(Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino. Quijote, II, 25. RAE, 2015)

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(Nota.– Podemos empezar a alegrarnos, aunque un exceso de confianza puede ser mala consejera. Con el gran esfuerzo mantenido por todos durante semanas hemos frenado la acometida del felón COVID-19, pero ni mucho menos está vencido. Si se le da oportunidad, volverá a rearmarse. Y a atacar. Es su naturaleza).

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Sobre el autor

Psiquiatra del Centro de Salud Mental "Antonio Machado" de Segovia


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