¿En qué se diferencia según Cide Hamete Benengeli, “puntualísimo escudriñador de los átomos [‘pequeños detalles’; nota el pie, n.] desta verdadera historia”, la ambición de los ricos y poderosos de la que tiene la gente común o más pobre del pueblo?
Si leemos este capítulo quizá podamos averiguarlo.
Empieza el muy serio y riguroso historiador aclarando que las dos personas que entraron en el aposento de Don Quijote cuando estaba en plática con la dueña doña Rodríguez, pellizcando y arañando al uno, y cogiendo por la garganta con las dos manos, vapuleando y azotando a la otra (y para más señas, a oscuras, durante media hora y en “admirable silencio” de todos), no fueron sino la mismísima Señora Duquesa y Altisidora, que estaban escuchando detrás de la puerta y oyeron toda la conversación, enfureciéndose mucho las dos cuando doña Rodríguez dijo de la doncella que: “no es todo oro lo que reluce, porque esta Altisidorilla tiene más de presunción que de hermosura, y más de desenvuelta que de recogida, además que no está muy sana, que tiene un cierto aliento cansado [‘aliento molesto’, ‘halitosis’; se consideraba síntoma de enfermedad; n.], que no hay sufrir el estar junto a ella un momento.”
Y de la Duquesa nada menos que esto:
“–¿Vee vuesa merced, señor don Quijote, la hermosura de mi señora la duquesa, aquella tez de rostro, que no parece sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de carmín, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella gallardía con que va pisando y aun despreciando el suelo, que no parece sino que va derramando salud donde pasa? Pues sepa vuesa merced que lo puede agradecer primero a Dios y luego a dos fuentes [‘incisiones’; n.] que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena.
–¡Santa María! –dijo don Quijote–. ¿Y es posible que mi señora la duquesa tenga tales desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos; pero pues la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser así.”
La rabia de Altisidora y de la Duquesa estaba muy justificada y se entiende bien, según el señor Benengeli, “porque las afrentas que van derechas contra la hermosura y presunción de las mujeres despierta en ellas en gran manera la ira y enciende el deseo de vengarse.”
La Señora Duquesa renovó con más ganas si cabe “su intención de burlarse y recibir pasatiempo con don Quijote”. Y dio orden al paje que hizo de Dulcinea en el bosque la noche de montería de llevar dos cartas a Teresa Panza, la que le entregó Sancho firmando como gobernador para su mujer, y otra de la propia Duquesa junto al regalo de “una gran sarta de corales” [los corales, por la época en que supuestamente transcurren los hechos, eran apreciados para joyas campesinas; n.].
El paje viajó con rapidez y llegó pronto a Un Lugar de la Mancha, preguntando a unas mujeres que estaban lavando en el arroyo de la entrada si alguna conocía a Teresa. Sanchica, “de edad de catorce años, poco más a menos”, estaba allí “en piernas [sin medias] y desgreñada”, y dijo que sí conocía, llevando al paje “saltando, corriendo y brincando” hasta su casa. Teresa Panza hilaba “un copo de estopa”. Salió con una saya [falda] parda que “parecía según era de corta, que se la habían cortado por vergonzoso lugar [referido al castigo infamante que se infligía a las rameras, terminó por convertirse en frase proverbial de carácter cómico o irónico; n.], con un corpezuelo asimismo pardo y una camisa de pechos [‘blusa escotada de mujer’; n.]. No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada [‘curtida’, ‘enjuta’; n.].”
Madre e hija se quedaron “pasmadas” cuando el paje les informó de que Sancho Panza era gobernador de una ínsula aragonesa llamada Barataria, puso luego sobre el cuello de la –por tanto– señora gobernadora la sarta de corales con bolas de oro regalo de La Duquesa, y leyó su carta en la que le daba trato de amiga, elogiando además el gobierno del marido: “porque quiero que sepa la señora Teresa que con dificultad se halla un buen gobernador en el mundo.” Al final de la misiva La Duquesa dice estar informada de que en Un Lugar de la Mancha se dan “bellotas gordas”, pidiendo que le envíe dos docenas. Una petición que en nada sorprende a la gobernadora, y que interpreta como una clara demostración de la llaneza y humildad de la aristócrata de Aragón comparada con las hidalgas de Un Lugar, que no tienen más que ínfulas y “van a la iglesia con tanta fantasía como si fuesen las mesmas reinas.”
Pasado el pasmo, y reclamada por Sanchica la mitad de la sarta de corales, Teresa decide salir a la calle para contar a sus vecinas la noticia, con el collar puesto y “tañendo en las cartas como si fuera en un pandero.” Se encontró entonces con el cura y con el bachiller por Salamanca, Sansón Carrasco, y empezó a bailar y les dijo:
“–¡A fee que agora que no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, sino tómese conmigo la más pintada hidalga, que yo la pondré como nueva!”
¡Gobiernito tenemos! El bachiller y el cura se desconcertaron viendo el comportamiento de Teresa, y más todavía después de comprobar la finura de los corales y de leer las cartas (aunque no terminaba de encajarles que una duquesa pidiese bellotas). Se fueron a hablar con el paje a casa de Sancho, dándose pronto cuenta de que “hablaba socarronamente”. Pero lo cierto es que no mentía cuando les aseguró que Sancho Panza era gobernador de un lugar de más de mil vecinos, fuese o no fuese ínsula, una potestad de nombrar que los duques tenían para otorgar a quien quisiesen en sus territorios y posesiones. Lo que no les dijo, claro está, es que el nombramiento era una grandísima burla. Teresa pidió al cura que a partir de ese momento estuviera al tanto de si alguien del pueblo iba a Madrid o a Toledo, para ir comprando ropa elegante y a la moda. Imaginó también, en voz alta, que siendo gobernadora de la ínsula podría desplazarse en “coche”. Entonces se produce este diálogo entre madre, de más de cuarenta años, e hija, de unos catorce:
“–¡Y cómo, madre! –dijo Sanchica–. Pluguiese a Dios que fuese antes hoy que mañana, aunque dijesen los que me viesen ir sentada con mi señora madre en aquel coche: «¡Mirad la tal por cual [‘la desgraciada’, ‘la cualquiera’; n.], hija del harto de ajos, y cómo va sentada y tendida en el coche, como si fuera una papesa!». Pero pisen ellos los lodos, y ándeme yo en mi coche, levantados los pies del suelo. ¡Mal año y mal mes para cuantos murmuradores hay en el mundo, y ándeme yo caliente, y ríase la gente! [‘ríanse los demás mientras yo haga lo que quiero’; es frase hecha, célebre por una letrilla de Góngora; n.] ¿Digo bien, madre mía?
–¡Y cómo que dices bien, hija! –respondió Teresa–. Y todas estas venturas, y aún mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho, y verás tú, hija, como no para hasta hacerme condesa, que todo es comenzar a ser venturosas. Y como yo he oído decir muchas veces a tu buen padre, que así como lo es tuyo lo es de los refranes, cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla: cuando te dieren un gobierno, cógele; cuando te dieren un condado, agárrale; y cuando te hicieren tus, tus, con alguna buena dádiva, envásala [‘cuando reclamen tu atención con algún buen regalo, recógelo sin dudarlo’; n.]. ¡No, sino dormíos y no respondáis a las venturas y buenas dichas que están llamando a la puerta de vuestra casa!
–¿Y qué se me da a mí –añadió Sanchica– que diga el que quisiere, cuando me vea entonada y fantasiosa [‘soberbia y presuntuosa’ n.], «Viose el perro en bragas de cerro…», y lo demás?” [Refrán que se aplica, con retintín, a quienes, habiendo ascendido en condición social, se muestran despectivos con los que hasta hacía poco habían sido sus iguales; cerro: ‘cáñamo’; n.].
Parece bastante claro. Por todo lo que escribe Cervantes en este capítulo puede inferirse parte de su pensamiento sobre quienes pretenden un ascenso de clase social, sobre la ambición de los económicamente más humildes. Tomamos como referencia la primera acepción del Diccionario de la lengua española (Actualización 2019). Ambición: ‘Deseo ardiente de conseguir algo, especialmente poder, riquezas, dignidades o fama.’ La ambición de los pobres cuando la tienen (o al menos la de la familia Panza), su más personal e íntimo deseo aunque pocas veces se reconozca (sí lo reconocen y comunican abiertamente, en cambio, todos los Panza, Sanchica incluida), no es solo ni simplemente salir de la servidumbre, el anonimato y la pobreza, sino alcanzar la riqueza, el poder y la fama social (al menos entre los más próximos). Alcanzar, mantener y todavía mejor, incrementar. Exactamente igual que la ambición de los ricos, de los poderosos y de las inteligencias creativas. La ambición, como Cervantes, es universal. Sin ambición Sancho no hubiese salido a la aventura con Don Quijote. Ni Don Quijote hubiese salido de Un Lugar de la Mancha para ser el más famoso caballero andante del mundo sin su ‘ambición delirante’. Cervantes, en la cuenta particular, tampoco tuvo precisamente una pequeña ambición literaria.
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Donde se declara quién fueron los encantadores y verdugos que azotaron a la dueña y pellizcaron y arañaron a don Quijote, con el suceso que tuvo el paje que llevó la carta a Teresa Sancha, mujer de Sancho Panza
(Quijote, II, 50. RAE, 2015)
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