“Cuenta Cide Hamete que estando ya don Quijote sano de sus aruños, le pareció que la vida que en aquel castillo tenía era contra toda la orden de caballería que profesaba, y, así, determinó de pedir licencia a los duques para partirse a Zaragoza, cuyas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba ganar el arnés [armadura] que en las tales fiestas se conquista.”
Aunque Don Quijote acepta de manera transitoria las relativas vacaciones que le proporciona el rol de caballero cortesano en el palacio de Los Duques (relativas, porque el incordio de la doncella Altisidora y el “gateamiento” de su cara no fueron problemas menores), su ‘identidad psicótica’ de caballero andante sigue plenamente activa. En este capítulo, y como preludio del próximo abandono de la vida palaciega, recupera el ejercicio práctico de la “orden de caballería” que con tanta fe, tan religiosamente, profesa. Aceptará defender en duelo la causa de la dueña doña Rodríguez y su burlada hija.
Estando un día a la mesa Don Quijote con sus anfitriones, madre e hija (doncella antes de “yogar” con el hijo de un labrador rico que prestaba dineros al Duque, ¡y esta era la causa!) se presentaron para sorpresa general enlutadas de pies a cabeza, llorando y gimoteando, metidas de lleno en el papel de damas doloridas que piden auxilio al más puro estilo caballeresco, y carnavalesco, que anteriormente había representado la supuesta condesa Trifaldi (en ‘realidad’, el travestido mayordomo de Los Duques que en estos momentos se encarga de vigilar a Sancho Panza en la ínsula Barataria). ¡Solo que en esta ocasión era ‘verdad’, las dos estaban doloridas y angustiadas! Tras recibir una y otra vez largas del aristócrata cada vez que le pedía ayuda, llegando a la conclusión que ahora expresa en público de que: “pensar que el duque mi señor me ha de hacer justicia es pedir peras al olmo”, Doña Rodríguez ve la única posibilidad de obtener esa “justicia” en pedirla allí, delante de todos, al caballero andante. ¡Tremenda ofensa y atrevimiento! Los Duques no estaban informados de nada de lo que ocurría, de hecho creyeron al principio que se trataba de una burla preparada por los criados, pero en el momento que toman conciencia de la censura pública de la dueña ante el invitado y la servidumbre, su reacción es inmediata. Inmediata, pero sutilmente indirecta.
“Admiráronse todos aquellos que la conocían, y más los duques que ninguno, que, puesto que la tenían por boba y de buena pasta, no por tanto que viniese a hacer locuras. (…) Y ordenó la duquesa que de allí adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a señoras aventureras que venían a pedir justicia a su casa; y, así, les dieron cuarto aparte y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las demás criadas, que no sabían en qué había de parar la sandez y desenvoltura de doña Rodríguez y de su malandante hija.”
El Duque también reaccionó con agilidad, situando a ambas del otro lado de la línea que separa burladores de burlados. Es decir, situando a doña Rodríguez y a su hija del lado de Don Quijote y Sancho, dentro del pequeño grupo de personas que creen en los altos ideales de las ficciones caballerescas, mereciendo por tanto recibir las burlas de los demás. Tomó del suelo el guante que Don Quijote (tras advertir a la doncella que: “le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer promesas de enamorados, las cuales por la mayor parte son ligeras de prometer y muy pesadas de cumplir”, y renunciar a su hidalguía “allanándose” para poder combatir con un labrador) había arrojado en mitad de la sala después de habérselo “descalzado”. El Duque aceptó de esta manera el reto en nombre del joven villano (hijo de su banquero personal), y ya de paso se autonombró juez (y parte) de tan desigual contienda.
Llegó en estas el paje que había viajado hasta Un Lugar de la Mancha, trayendo dos cartas de Teresa Panza cuyos sobres decían: «Carta para mi señora la duquesa tal de no sé dónde»; y la otra: «A mi marido Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, que Dios prospere más años que a mí».
La Duquesa «tal de no sé dónde» tomó la decisión de leer ante todos la que iba dirigida a ella. Teresa le informa de la alegría que tuvieron en Un Lugar con el nombramiento de Sancho como gobernador, aunque nadie se lo creía, “porque en este pueblo todos tienen a mi marido por un porro, y que, sacado de gobernar un hato de cabras, no pueden imaginar para qué gobierno pueda ser bueno.” A continuación mencionaba varios asuntos terrenales: pedía que su marido le enviase “algún dinerillo” para los gastos de la corte, pues el pan y la carne tienen precios que son “un juicio”; aseguraba que en cuanto llegase a la ínsula con Sanchica se pasearían “orondas y pomposas” en un coche “para quebrar los ojos a mil envidiosos que ya tengo”; y aunque ese año no se habían recogido bellotas en Un Lugar, ella misma fue al monte a “coger y escoger” las mayores que encontró, que “yo quisiera que fueran como huevos de avestruz”; en fin, pedía al despedirse que “vuestra pomposidad” no olvidara escribirle de nuevo.
El personaje de Don Quijote ha de amoldarse una vez más al implacable principio de comicidad que en todo momento guía a Cervantes. ¡Pobres personajes, utilizados a su antojo por los escritores! En lugar de defender el derecho a la intimidad de Sancho Panza y su mujer, cede de manera acomodaticia y un tanto cobarde ante la petición de La Señora Duquesa de leer en público la carta que Teresa dirige a su marido, pues “imaginaba debía de ser bonísima”. En la carta, la mujer del gobernador empieza reconociendo la enorme alegría que madre e hija tuvieron al recibir la noticia del nombramiento: “Yo te prometo y juro como católica cristiana que no faltaron dos dedos para volverme loca de contento. Mira, hermano: cuando yo llegué a oír que eres gobernador, me pensé allí caer muerta de puro gozo, que ya sabes tú que dicen que así mata la alegría súbita como el dolor grande. A Sanchica tu hija se le fueron las aguas sin sentirlo de puro contento.” Manifiesta luego su deseo de ir cuanto antes a la corte para pasearse en coche, y pide que le envíe “algunas sartas de perlas, si se usan en esa ínsula”. Dice reírse de la incredulidad del cura, del bachiller, del barbero y aun del sacristán, que piensan que todo debe ser “embeleco o cosas de encantamento” como siempre ocurre con Don Quijote. Da noticia de “las nuevas” de Un Lugar: del casamiento de la hija de la Berrueca con un pintor venido a labriego; de la demanda que “Minguilla, la nieta de Mingo Silbato”, había puesto al hijo de Pedro de Lobo por su intención de meterse clérigo y no cumplir la promesa de casamiento; de que “por aquí pasó una compañía de soldados: lleváronse de camino tres mozas deste pueblo; no te quiero decir quién son: quizá volverán y no faltará quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas”; y también de que Sanchica hace encaje y gana cada día “ocho maravedís” para su ajuar, pero que como ya era gobernador “tú le darás la dote sin que ella lo trabaje.”
Teresa Panza piensa con los pies muy puestos en el suelo, pero no solo en puros términos económicos. Da una llamativa importancia a la imagen social. No se conforma con la riqueza, está deseando mostrar ante todos la que cree tener. Teresa, como su marido, también es orgullosa y ambiciosa. Ambos representan de un modo muy realista la ambición y el orgullo naturales (según da a entender Cervantes) de los más pobres. “Las cartas fueron solenizadas, reídas, estimadas y admiradas”, incluyendo la que llegó en el último momento que el escudero-gobernador había escrito a su amo y amigo Don Quijote, que también se leyó públicamente ante la resignada y silenciosa aprobación del caballero.
Para hacer llegar el contenido de las cartas al lector, Cervantes convierte en chismosa a una duquesa que se prevale de su autoridad, pero pudo haberlo hecho mediante cualquier otro artificio literario. Cabe deducir pues que: 1) don Miguel no tenía en demasiado buena estima a los aristócratas (o cuanto menos, por necesidades de financiación, mecenazgo y censura, tenía hacia ellos una actitud ambivalente, dados los elogios que les dirige en las dedicatorias de sus libros), 2) él mismo era un tanto chismoso, y 3) ambas deducciones pudieran ser acertadas (también erróneas, por supuesto). De modo que si resulta posible que Cervantes lo fuese, tiene sentido preguntar: ¿son o han de ser un poco chismosos los grandes escritores? Y si lo son, ¿nos convierten en cómplices suyos, también en algo chismosos, a todos los lectores…?
Muy contenta y a su gusto se quedó La Señora Duquesa con la divertida lectura pública de las tres cartas privadas, y más porque Teresa Panza le envió junto a las bellotas un insuperable queso manchego de Un Lugar de la Mancha, “que se aventajaba a los de Tronchón.” [Pueblo del Bajo Aragón, en la provincia de Teruel; produce quesos de oveja, prensados en paño, de excepcional calidad; nota al pie].
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Donde se cuenta la aventura de la segunda dueña Dolorida, o Angustiada, llamada por otro nombre doña Rodríguez
(Quijote, II, 52. RAE, 2015)
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