“Ya le pareció a don Quijote que era bien salir de tanta ociosidad como la que en aquel castillo tenía, que se imaginaba ser grande la falta que su persona hacía en dejarse estar encerrado y perezoso entre los infinitos regalos y deleites que como a caballero andante aquellos señores le hacían, y parecíale que había de dar cuenta estrecha al cielo de aquella ociosidad y encerramiento; y, así, pidió un día licencia a los duques para partirse.”
Por fin termina este larguísimo episodio de vida palaciega de Don Quijote que empezó nada menos que en el Capítulo XXX. Un periodo durante el que el caballero andante apenas actúa, convertido en sujeto pasivo de las continuas burlas de una pareja de aristócratas un tanto frívola (los Señores Duques de no se sabe qué lugar del antiguo Reino de Aragón, que ni Cervantes ni el historiador moro Cide Hamete Benengeli lo precisan, no sabemos si porque no querían acordarse o por algún otro motivo). Un lugar en todo caso muy próximo a las riberas del Ebro. Lo mejor de este un poco cansino tramo de ‘aventuras’ de la Segunda parte es el intento fallido de gobierno de Sancho Panza en la ínsula Barataria, donde entre burlas que tocaron incluso las cosas de comer dio sin embargo notable muestra de su madera como buen gobernador.
Pero ni siquiera en la despedida van a dejar tranquilos a los dos grandes personajes, en particular El Duque y la pesada jovencita Altisidora, quedando constancia hasta el último momento del carácter burlón malicioso y algo bellaco de tan palaciegas damas y caballeros.
Como hemos comentado en otras ocasiones, es posible que Cervantes utilizase este tipo de humor cómico, el de las burlas, de manera deliberada, calculada, como recurso literario de tipo técnico, porque sabía que iba a tener éxito entre los ‘lectores medios’ de su tiempo, pero que él personalmente, como demuestra de manera constante con la fina ironía que añade a los episodios burlescos, no participaba de lo grueso de muchas de las burlas que hacen sus personajes, y en particular estos aristócratas. O quizá sí. Es posible también que fuesen propios de Cervantes, personales de él, los dos registros de sentido del humor: 1) el sutil, inteligente, complejo y sofisticado de la ironía, y 2) el a menudo tosco, bruto, grueso, vulgar, malicioso y un tanto bellaco de las burlas. Lo que parece probable es que si todo el mundo en la novela, empezando por estos Duques, se hubiese comportado correctamente con Don Quijote y Sancho (como lo hizo el educado Caballero del Verde Gabán en los Capítulos XVI a XVIII), si nadie, por respeto, se hubiese burlado de ellos, el Quijote dejaría de ser el Quijote convertido en un libro bastante aburrido. O quizá no. Porque para resultar divertido, incluso muy divertido, no hace falta recurrir a burlas. Pero claro, sin el recurso fácil de las burlas, que es muy gráfico, accesible al ‘gran público’ y memorizable, seguramente no hubiese tenido tanto éxito popular. En fin, se pueden dar todas las vueltas que se quiera sobre las intenciones de Cervantes, su ambición, su técnica narrativa y estrategias literarias, los componentes de su sentido del humor, etc., pero lo mejor será que dejemos el Quijote como está, que no está nada mal.
Cuando Don Quijote armado (ya se había despedido la noche anterior) y Sancho sobre el rucio aparecieron una mañana en el patio del castillo dispuestos a marcharse, y Los Duques y mucha gente desde las galerías les observaban, la nada tímida quinceañera, Altisidora, empezó a cantar un romance. Y entre otras lindezas, en su paródica despedida de las clásicas y heroicas despedidas de enamorados [como la de Dido y Eneas, o la de Ariadna y Teseo; nota al pie, n.], lanzó estas flores al caballero: “Mira, falso, que no huyes de alguna serpiente fiera, sino de una corderilla que está muy lejos de oveja”. “Tú has burlado, monstruo horrendo, la más hermosa doncella que Diana vio en sus montes, que Venus miró en sus selvas”. “Llévaste tres tocadores [‘gorros o tocas de dormir’; n.] y unas ligas de unas piernas que al mármol paro se igualan en lisas, blancas y negras”. “Llévaste dos mil suspiros, que a ser de fuego pudieran abrasar a dos mil Troyas, si dos mil Troyas hubiera”. “Seas tenido por falso desde Sevilla a Marchena, desde Granada hasta Loja, de Londres a Inglaterra”. “Cruel Vireno, fugitivo Eneas, Barrabás te acompañe, allá te avengas” [‘allá te las apañes’; n.]. “Si te cortares los callos, sangre las heridas viertan, y quédente los raigones, si te sacares las muelas”.
¡Menuda corderilla! La Duquesa quedó “admirada” de la bromita que por su cuenta ideó Altisidora (tal astilla de tal palo) para darle bien dada la despedida a Don Quijote. Éste soliviantado justo cuando pensaba irse en paz. Y para más inri, El Duque “quiso reforzar el donaire” de la falsa enamorada:
“–No me parece bien, señor caballero, que habiendo recebido en este mi castillo el buen acogimiento que en él se os ha hecho, os hayáis atrevido a llevaros tres tocadores por lo menos, si por lo más las ligas de mi doncella: indicios son de mal pecho y muestras que no corresponden a vuestra fama. Volvedle las ligas; si no, yo os desafío a mortal batalla, sin tener temor que malandrines encantadores me vuelvan ni muden el rostro, como han hecho en el de Tosilos mi lacayo, el que entró con vos en batalla.”
Don Quijote dio entonces con su tranquila respuesta ante todos una gran lección de caballerosidad a tan descaradamente burlones y frívolos, jovencita y aristócratas:
“–No quiera Dios –respondió don Quijote– que yo desenvaine mi espada contra vuestra ilustrísima persona, de quien tantas mercedes he recebido: los tocadores volveré, porque dice Sancho que los tiene; las ligas es imposible, porque ni yo las he recebido ni él tampoco; y si esta vuestra doncella quisiere mirar sus escondrijos, a buen seguro que las halle. Yo, señor duque, jamás he sido ladrón, ni lo pienso ser en toda mi vida, como Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla (como ella dice) como enamorada, de lo que yo no le tengo culpa, y, así, no tengo de qué pedirle perdón ni a ella ni a Vuestra Excelencia, a quien suplico me tenga en mejor opinión y me dé de nuevo licencia para seguir mi camino.”
La Señora Duquesa, como era esperable, tampoco fue capaz de renunciar a un último gesto de maliciosa burla:
“–Déosle Dios tan bueno –dijo la duquesa–, señor don Quijote, que siempre oigamos buenas nuevas de vuestras fechurías [‘hechos, hazañas’; n.]. Y andad con Dios, que mientras más os detenéis, más aumentáis el fuego en los pechos de las doncellas que os miran; y a la mía yo la castigaré de modo que de aquí adelante no se desmande con la vista ni con las palabras.”
Finalmente, la desinhibida, irrespetuosa y graciosilla quinceañera terminó de despedirse con estas palabras:
“–Una no más quiero que me escuches, ¡oh valeroso don Quijote! –dijo entonces Altisidora–, y es que te pido perdón del latrocinio de las ligas, porque en Dios y en mi ánima que las tengo puestas, y he caído en el descuido del que yendo sobre el asno le buscaba.”
¡Y tanto que iban los tres sobre el asno, que no sobre el rucio!
Llevando Sancho Panza sin que lo supiese su amo “un bolsico con docientos escudos de oro” que le dio el mayordomo “para suplir los menesteres del camino” (o al menos esto escribe el no del todo fiable historiador, Cide Hamete Benengeli, porque bien puede entenderse que ese fue el pago de los Señores Duques por tanta y tan prolongada diversión como tuvieron):
“Abajó la cabeza don Quijote y hizo reverencia a los duques y a todos los circunstantes, y volviendo las riendas a Rocinante, siguiéndole Sancho sobre el rucio, se salió del castillo, enderezando su camino a Zaragoza.”
En el momento de las despedidas de la larga estancia en el castillo o casa de campo, ocio, diversión, rimbombantes espectáculos, cotilleos, burlas y caza mayor de los aristócratas, Cervantes deja bastante claro –por si no había quedado antes– cómo son en realidad algunas ilustres damas y otros tantos caballeros. Los burladores seguirán en su mundo, en su lugar, pero con el mayor de los merecimientos no poco zurrados.
.
Que trata de cómo don Quijote se despidió del duque y de lo que le sucedió con la discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de la duquesa
(Quijote, II, 57. RAE, 2015)
.
(Nota.– Expulsar, suprimir el español como lengua vehicular de la enseñanza en aquellos territorios de España que tienen lenguas cooficiales, eliminar el derecho de miles de padres y niños a recibir la educación en su lengua materna, desterrar de la enseñanza pública la lengua castellana con la que Cervantes escribió el Quijote, la lengua común que vertebra y une nuestra nación, el idioma oficial de todo el Estado según la Constitución de 1978, se parece bastante a una felonía y bellaquería descomunales. Vargas Llosa ha calificado este punto de la ley Celaá como “una idiotez sin límites”, y Fernando Savater como “una canallada inmensa”. En el Comunicado de la Real Academia Española sobre la educación en español en las comunidades autónomas bilingües del pasado jueves 19 de noviembre de 2020, ¡qué año tan malandrín llevamos!, la RAE dice que “su preocupación principal es que el futuro texto legal no ponga en cuestión el uso del español en ningún territorio del Estado ni promueva obstáculos para que los ciudadanos puedan ser educados en su lengua materna y accedan a través de ella a la ciencia, a la cultura, o, en general, a los múltiples desarrollos del pensamiento que implica la labor educativa.” Pero el referido texto legal ya no es “futuro”. Fue aprobado en el Congreso de los Diputados varias horas antes de que la Academia, que estuvo un tanto lenta, emitiese dicho comunicado. La eliminación en la ley Celaá del español o castellano como lengua vehicular de la enseñanza pública en los territorios bilingües supone el peor de los obstáculos pensables e imaginables para que miles de niños españoles “puedan ser educados en su lengua materna”, al perder todo amparo legal para hacerlo. ¡En determinados territorios de España a los ciudadanos les acaban de quitar el derecho a que sus hijos puedan ser educados en español! ¿Canallada inmensa? ¿Idiotez sin límites? Difícil elegir. La RAE, Savater, Vargas Llosa y muchos otros escritores e intelectuales han opinado con claridad meridiana. Pero la felona, la maliciosa bellaquería en contra de la educación en lengua castellana que solicitaron los independentistas catalanes a cambio de no sé qué, ha sido perpetrada. ¿Qué pensaría Cervantes de todo esto? ¿Y sobre el camino que poco a poco va enderezando nuestra nación…?).
.
.