“Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro y que los espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus caballerías, y volviéndose a Sancho le dijo:
–La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.”
¡Libre por fin! Libre de las constantes burlas de Los Duques, del fingimiento en la hospitalidad que le dieron para divertirse siguiendo la corriente a sus ‘delirios’, de la desvergonzada jovencita Altisidora, de la ociosa vida palaciega, en definitiva, de aquel castillo que ya debía parecerle una jaula con barrotes de oro, un confinamiento insufrible. Bastaron unos segundos de respirar al aire libre para que a Don Quijote se le renovase el ‘espíritu’, no pudiendo evitar ese espontáneo grito de libertad.
La frase es una de las más célebres de todo el Quijote, y una de las más sentidas, porque Cervantes sabía muy bien de lo que hablaba. Él padeció un largo cautiverio de cinco años en Argel, experimentando luego la explosión de vida que supone recuperar la libertad. Y con la libertad, la dignidad como persona, la propia identidad, el sentimiento más íntimo que nos constituye como seres humanos, arraigado en lo más profundo de nuestra naturaleza. Hoy día suele hacerse una interpretación laica y matizada del significado de esta famosísima frase cervantina, pero su ‘espíritu’ permanece intacto. El “precioso don” supuestamente dado por los cielos se entiende así solo en sentido metafórico, porque en realidad pertenece por derecho propio a cada ser humano, y está recogido en las leyes, constituciones y declaraciones internacionales de derechos civiles. Por otra parte, tampoco resulta ya comparable el derecho fundamental a la libertad con la idea semi religiosa de “honra” que fue tan característica en el Siglo de Oro (y perduró en España hasta nada menos que el siglo XIX y buena parte del XX). En nuestro tiempo, el derecho a la propia imagen es muy importante y está protegido también por las leyes, pero aquel concepto de “honra” se considera anticuado, superado.
Continúa Cervantes exponiendo su gran pensamiento y sentimiento:
“–Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve [‘heladas’, ‘enfriadas con nieve’; era costumbre de la época; nota al pie, n.] me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”
Afortunado el que se gana el pan y las cañas, el tiempo libre, con su esfuerzo, con su trabajo, para que el ánimo pueda sentirse con menos ataduras. ¡Y que el trabajo tampoco se convierta a su vez en un abuso o una poco deseable atadura! La libertad absoluta, la total ausencia de ataduras, es un ideal platónico inexistente. Cada ser humano, cada persona, siempre tendrá las ataduras de sus propias circunstancias, de sus propias creencias, pensamientos, ambiciones, deseos, pulsiones, miedos, afectos, vínculos y relaciones, de su salud física y mental, de su economía, del sistema político en que esté inmerso, de las normas y hábitos de la sociedad a que pertenezca, y de las leyes que deba cumplir. Es decir, estamos atados a nuestros límites externos e internos. La libertad humana sin duda existe, y con frecuencia su grado es perfectamente descriptible. Matizaciones y mediciones aparte, la frase genérica de Cervantes / Don Quijote sigue siendo reconfortante, bella, espléndida: “La libertad, Sancho…”.
Sancho Panza puso entonces el contrapunto a tan elevada reflexión del andante caballero:
“–Con todo eso –dijo Sancho– que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se quede sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como píctima [‘emplasto o cataplasma de hierbas’; n.] y confortativo la llevo puesta sobre el corazón”.
Vieron luego a unos labradores comiendo sobre un prado en el que había tendidas unas sábanas blancas que parecían cubrir algo. ¡Y nada menos que “las escuadras de Cristo” y “la milicia divina” era lo que cubrían! “Unas imágines de relieve y entalladura que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea”. Allí estaba “San Jorge puesto a caballo” atravesando con su lanza a una serpiente por la boca; “San Martín puesto a caballo, que partía la capa con el pobre” (que si le dio la mitad, según Don Quijote debió ser porque era invierno y hacía mucho frío, pues de otro modo se la hubiese dado entera para no hacer «media caridad» [n.], pero que según Sancho pudo deberse a que el santo se guio del refrán: “para dar y tener, seso es menester”); y finalmente, cómo no, apareció el “Patrón de las Españas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas”, “don San Diego Matamoros” [o Santiago; n.]. Don Quijote se identificó de inmediato con todos ellos, “porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas, sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza [‘sufre violencia’; es traducción literal del Evangelio de Mateo; n.], y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos”.
Cervantes vuelve a identificar claramente en este capítulo la ‘autoimagen delirada’ de Don Quijote como caballero andante con una profesión y milicia religiosas. Don Quijote no se ve a sí mismo como un caballero andante laico o civil defensor de valores que pudieran considerarse solamente filosóficos, que es como la mayor parte de los lectores hoy día suele ver y entender al personaje. Su dimensión religiosa como un auténtico cruzado de la fe cristiana y católica dispuesto a defender los principios morales mediante el uso de las armas es fundamental en la caracterización del personaje, y también el rasgo principal que le hace aparecer ya como ‘loco’ o extemporáneo en su propio tiempo.
Después de tener Don Quijote por feliz “agüero” (de esos que “no se fundan sobre natural razón alguna”) el encuentro con aquel ejército de santos, Sancho Panza le preguntó curioso:
“–Querría que vuestra merced me dijese qué es la causa por que dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: «¡Santiago, y cierra España!» [‘con la ayuda de Santiago, ataca España’; cerrar también puede equivaler a ‘mantenerse firme’; n.]. ¿Está por ventura España abierta y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?
–Simplicísimo eres, Sancho –respondió don Quijote–, y mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los españoles han tenido, y, así, le invocan y llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente en ellas derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan.”
¡Qué cosas contaban las ‘verdaderas historias españolas’!
“Mudó Sancho plática”, y empezó a hablar de amores. Dos asuntos comentó a su amo: la desvergüenza demostrada por Altisidora, y la poco agraciada figura que tenía el caballero para enamorar a la doncella.
“–Advierte, Sancho –dijo don Quijote–, que el amor ni mira respetos ni guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que la muerte, que así acomete los altos alcázares de los reyes como las humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma, lo primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y, así, sin ella declaró Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusión que lástima.”
¡Cómo nos habría gustado que Cervantes explicase con mucho más detenimiento esa “confusión” de Don Quijote, pero el género de la novela acababa de ser inventado, estaba siendo inventado, y todavía quedaban por delante varios siglos hasta llegar a Joyce o Proust, por ejemplo!
“–No puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire, qué rostro, que cada cosa por sí déstas o todas juntas la enamoraron; que en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas para espantar que para enamorar; y habiendo yo también oído decir que la hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.
–Advierte, Sancho –respondió don Quijote–, que hay dos maneras de hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho, bien veo que no soy hermoso, pero también conozco que no soy disforme, y bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como tenga los dotes del alma que te he dicho.” [El discurso de Don Quijote sigue las grandes líneas de los diálogos de amor de origen neoplatónico o petrarquista; n.].
¡Ah, Don Quijote, idealista en casi todo, y primero y principalmente en los asuntos del amor!
Cayó entonces el caballero andante en unas redes de hilo verde para engañar a los “simples pajarillos” que unas doncellas vestidas de pastoras habían tendido entre los árboles. Junto a varios familiares, amigos y vecinos de un pueblo cercano querían hacer de aquellos prados una nueva y feliz Arcadia. Se dio a conocer Don Quijote, y resultó que sabían quién era por haber leído la historia de sus hazañas que andaba ya impresa. Le hicieron muchos requiebros, y él también a las bellas pastoras, aceptando al fin la invitación para comer. Habló a todos con “gran reposo” al levantarse los manteles, y dijo que el mayor de los “pecados” no es la soberbia sino ser desagradecidos, y que el que recibe es inferior al que da. Se encolerizó a continuación con Sancho Panza, que de modo muy inoportuno preguntó quién podría pensar, con tanto como sabía, que su amo estuviese loco. Acto seguido el amo preguntó quién diría que su escudero no era tonto y “aforrado de lo mismo”, con ciertos ribetes “de malicioso y de bellaco”. Finalmente, para agradecer la invitación que les habían hecho, se propuso defender con sus armas durante dos días en mitad del camino real a Zaragoza, ante quien por allí pasare, que la cortesía y belleza de aquellas zagalas eran las mayores del mundo, excepción hecha de la sin par Dulcinea del Toboso. Y lo hubiera cumplido sin duda si un tropel de toros, cabestros y lanceros a la carrera no les hubiese arrollado, a él, a Sancho, Rocinante y el rucio, pues cuando le advirtieron del peligro si no se apartaba, esta fue su valiente respuesta: “Para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los más bravos que cría Jarama” [La bravura de los toros del Jarama, río afluente del Tajo, fue muy celebrada en la literatura del Siglo de Oro, quizá porque eran los que se lidiaban en Madrid; n.]. Luego, molidos los cuatro, sin volver para despedirse de la pastoril Arcadia y “con más vergüenza que gusto”, siguieron en libertad su camino.
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Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras
(Quijote, II, 58. RAE, 2015)
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