“Era fresca la mañana y daba muestras de serlo asimesmo el día en que don Quijote salió de la venta, informándose primero cuál era el más derecho camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era el deseo que tenía de sacar mentiroso [‘dejar por mentiroso’; nota al pie, n.] aquel nuevo historiador que tanto decían que le vituperaba.”
Como sabemos por el capítulo anterior y por el Prólogo, el “historiador” aludido es Avellaneda, desconocido autor del Quijote apócrifo de 1614. Rumbo ya a la ciudad condal ocurrió algo inaudito, pues “en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse en escritura.” Seis días de viaje normales sin aventuras que merezcan escribirse, para Don Quijote, que las encontraba o se las inventaba a cada paso, es toda una eternidad. Y es que desde ahora entramos en: “La última fase de la novela, muy distinta de las otras. A partir de estos capítulos el libro adquiere un nuevo sesgo, muy acusado en la trama de la novela: no sólo nos coloca, como veremos, ante un problema español que a todos preocupaba, sino que además aparecen un dramatismo y un espíritu de aventura hasta entonces totalmente ausentes de las dos partes del Q.” (Martín de Riquer).
Tratando de dormir “entre unas espesas encinas o alcornoques” la sexta de esas noches, a Don Quijote le entró insomnio.
“A quien desvelaban sus imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar sus ojos, antes iba y venía con el pensamiento por mil géneros de lugares. Ya le parecía hallarse en la cueva de Montesinos, ya ver brincar y subir sobre su pollina a la convertida en labradora Dulcinea, ya que le sonaban en los oídos las palabras del sabio Merlín que le referían las condiciones y diligencias que se habían de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea. Desesperábase de ver la flojedad y caridad poca de Sancho su escudero, pues, a lo que creía, solos cinco azotes se había dado, número desigual y pequeño para los infinitos que le faltaban”.
El insomnio es un síntoma frecuente en muchos trastornos psiquiátricos, y en particular en los trastornos psicóticos. Sin embargo, se encuentra más a menudo en las psicosis agudas, en los brotes psicóticos y en las esquizofrenias, que en el trastorno delirante crónico. En el debut de sus ‘delirios’ en la Primera parte se da referencia a los lectores de que el hidalgo manchego, Alonso Quijano, pasa en vela muchas noches leyendo frenéticamente libros de caballerías. Pero a lo largo de su periplo podemos deducir (porque ni Cervantes ni el historiador, Cide Hamete Benengeli, dicen nada en contrario) que hay muchas noches que duerme bien. En esta de la espesura de “encinas o alcornoques” [La disyunción se refiere a la elección de estilos en la poética tradicional: mientras que la encina, árbol dedicado a Júpiter, acota el estilo sublime, el alcornoque pertenece al humilde o ínfimo; n.], Don Quijote da en rememorar la parte de su ‘contenido de pensamiento delirante’ que más le preocupa en estos momentos (más aún que las justas de Barcelona, cuyo fin ya no es tanto ganarlas como dejar por mentiroso a Avellaneda), la referida al desencantamiento de Dulcinea que Sancho se toma con tanta cachaza. Esto le desvela. Y una vez desvelado decide tomarse la justicia por su mano, bajarle los pantalones mientras dormía como un lirón, y darle él mismo los azotes con las riendas de Rocinante. Mas, ¡oh sorpresa!, Sancho se defiende, se enfrenta físicamente a su amo, le echa la zancadilla, le tira al suelo y le inmoviliza poniéndole una rodilla sobre el pecho. El caballero, vencido en un pispás por el escudero, le llama “traidor” y pregunta cómo puede rebelarse de ese modo contra quien le da de comer. El escudero responde:
“–Ni quito rey ni pongo rey –respondió Sancho–, sino ayúdome a mí, que soy mi señor.”
¡Soy mi señor!, proclama muy en serio el escudero. El episodio le parece a Unamuno, según dice en su Vida de Don Quijote y Sancho (1905): “El más triste suceso de tantos tan tristísimos como la historia de nuestro Don Quijote encierra”. Después de las muchas burlas de Los Duques y de ser pisoteado vilmente por unos soeces cabestros ante la mirada de las hermosas doncellas de la nueva Arcadia aragonesa, ahora le llega al caballero andante nada menos que la rebelión y el vencimiento por parte de su criado y escudero. La declaración de Sancho le parece al rector de la Universidad de Salamanca un “grito revolucionario”, que provoca en él una reacción ambivalente, como le ocurría con cierta frecuencia. Por un lado, se muestra contrario a la acción de Sancho Panza: “Te desmandas contra tu amo y señor natural, contra el que te da el eterno pan de tu vida eterna, creyéndote señor de ti mismo. No, pobre Sancho, no; los Sanchos no son señores de sí mismos: Esa proterva razón que para rebelarte aduces de ¡soy mi señor! no es más que un eco del «¡no serviré!» de Lucifer, el príncipe de las tinieblas. No, Sancho, no; tú no eres ni puedes ser señor de ti mismo, y si mataras a tu amo, en aquel mismo instante te matarías para siempre a ti mismo.” Y por otro, piensa: “Tampoco está del todo mal que Sancho se rebele así, pues de no haberse nunca rebelado no sería hombre, hombre de verdad, entero y verdadero.”
Cervantes, mediante las palabras de Sancho (y más adelante con el trato que veremos suele dar a las mujeres), muestra una vez más que tiene un pensamiento avanzado para su época. Sancho Panza no subvierte de manera directa el orden jerárquico y de poder instituidos, el orden que tanto Don Quijote como Unamuno llaman “natural”, no quita ni pone rey, pero al dar a entender que por encima de cualquier otra servidumbre a amos o señores de mayor rango social que el suyo está la debida a sí mismo, a su dignidad como persona, al individuo, nos adelanta el principio de igualdad de la Ilustración que terminó recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Un principio mayoritariamente asumido hoy día por la sociedad en los países más civilizados. Sancho puede ser, claro que sí, y de hecho lo es, señor de sí mismo. A despecho de la búsqueda de fama y del idealizado heroísmo que determinan la acción de su amo. ¡Bravo por Sancho Panza, todo un humanista del Renacimiento! (En realidad, ¡bravo por Cervantes!).
Se retiró Sancho un poco hacia un árbol notando que algo le tocaba la cabeza. Palpó, y eran unos zapatos. Se apartó hacia otro y volvió a sucederle lo mismo, pues “todos aquellos árboles estaban llenos de pies y de piernas humanas.” Don Quijote supo en seguida por qué:
“–No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no vees sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados, que por aquí los suele ahorcar la justicia, cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy a entender que debo de estar cerca de Barcelona.”
Una nota al pie en la edición del Quijote de la RAE de 2015, dice: “El bandolerismo catalán constituyó un problema social y político en los siglos XVI y XVII, y, en efecto, cuando la justicia prendía a los forajidos, los ahorcaba inmediata y expeditivamente.” El gran cervantista, Martín de Riquer, nos enseña en su Lectura del Quijote:
“En tierras catalanas, DQ hace una incursión en la historia de su tiempo (…). Hasta ahora, todos los personajes que han ido surgiendo eran imaginarios y producto de la fantasía y el arte del autor; Roque Guinart, en cambio, es un personaje rigurosamente histórico y contemporáneo”.
Roque Guinart [Perot Roca Guinarda (o Rocaguinarda), histórico y famoso bandolero catalán. En el momento en que se publica el Q. ya había sido indultado por el Rey (30 de julio de 1611), a condición de salir desterrado por diez años, por lo que difícilmente se lo pudo encontrar Don Quijote, cuyo viaje a Barcelona transcurre en el verano de 1614, tres años después; n.] aparece en la novela como “capitán” de una banda de “más de cuarenta bandoleros” que en cuanto amaneció y se disponían a partir el caballero y el escudero, les rodearon, pillando a Don Quijote desarmado. Y mientras llegaba el comandante, “el cual mostró ser de hasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana proporción, de mirar grave y color morena”, y con “cuatro pistoletes”, se dedicaron a “espulgar al rucio”, las alforjas y la maleta que llevaba.
“No estéis tan triste, buen hombre”. Es lo primero que dice el bandolero al caballero andante cuando le ve melancólico por no haber estado precavido y diligente como su oficio exige, ser a todas horas “centinela de mí mismo”, para que nadie pueda pillarle desnudo, sin armas. El caballero se identifica, Roque había oído hablar de él, y aunque con perspicacia pronto se dio cuenta de que “la enfermedad de don Quijote tocaba más en locura que en valentía”, surgió de inmediato una corriente de comprensión y simpatía entre ambos, caballero y bandolero. Y es que Cervantes utiliza la misma técnica de idealización con los dos. Dice Martín de Riquer: “Ofrece una visión extraordinariamente favorable del bandolero catalán: su lado más legendario, caballeresco y gentil, acorde con la sublimada imagen del bandolerismo que recogía la literatura española contemporánea, especialmente el teatro y algunas manifestaciones de la prosa de ficción (…). Aparte la recreación artística, no deja de ser chocante dibujar con tal simpatía a un grupo social que, además de sus delitos, se suponía que mantenía relaciones con los hugonotes franceses.” Éste último aspecto evidencia para Riquer la dimensión política del complejo fenómeno del bandolerismo catalán, “un mal endémico en Cataluña”, la alianza de las cuadrillas de bandoleros con las banderías políticas catalanas (como los nyerros y los cadells) que pugnaban por el poder desde época feudal.
El bandolero Roque Guinart ordena a los suyos que devuelvan lo robado a Sancho Panza, ordena que de todo el dinero que llevaba una comitiva que llegó por el camino, formada por dos capitanes de infantería a caballo que iban a embarcarse para Sicilia y un coche con mujeres y criados a pie en el que iba “doña Guiomar de Quiñones, mujer del regente de la Vicaría de Nápoles”, solo entreguen como botín una pequeña parte, dando a dos peregrinos que se dirigían a Roma diez escudos, todo lo cual produjo la admiración y los infinitos elogios de los robados, hasta el punto que doña Guiomar “se quiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque”. Finalmente, les entregó un salvoconducto para que otras “escuadras” que tenía repartidas por los contornos no les volviesen a asaltar y robar. Este comportamiento había sido precedido, antes de llegar la comitiva, de la división de todo el botín acumulado por los bandoleros, que repartió “con tanta legalidad y prudencia, que no pasó un punto ni defraudó nada de la justicia distributiva.” Lo que hizo exclamar a Sancho: “Es tan buena la justicia, que es necesaria que se use aun entre los mesmos ladrones.”
Sin embargo, el bandolero dio una razón más práctica a Don Quijote: “Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir con ellos.” El motivo es claro: el reparto ‘justo’ entre los ladrones es necesario para que nadie se revele, se produzca un enfrentamiento interno y el negocio se vaya a pique. Paradójicamente, la ‘justicia’ sirve también para salvaguardar la industria del delito. Algo que encontramos de igual modo, por ejemplo, en el ‘código de honor’ de la mafia en El padrino. Pero, ¿a qué puede deberse que Cervantes haga tener al bandolero un comportamiento ejemplar hacia Don Quijote, Sancho, los capitanes, doña Guiomar y los peregrinos?
Una posible explicación podría estar en el nivel de interpretación religiosa del Quijote, que es al que más importancia da siempre Unamuno (seguramente debido a su propia heterodoxa y conflictiva, pero intensa fe). Del mismo modo que a Don Quijote se le puede entender como un apóstol de la fe cristiana, un apóstol de Jesucristo, mártir y armado, a Roque Guinart se le puede ver como el Ladrón Bueno crucificado junto a Cristo en el Gólgota. El ladrón que se arrepiente cuando habla (cabe decir: se confiesa) con Don Quijote, manifestando sobre sí mismo que es de natural “compasivo y bienintencionado”, igual que lo es el caballero, y dando como justificación de su conducta una venganza que se le fue de las manos, y luego trajo otra, “como un abismo llama a otro” [Traducción del salmo XLII, 8, convertida en proverbio; n.], dejándole atrapado en “el laberinto de mis confusiones”, pero sin perder “la esperanza de salir dél a puerto seguro.” Todo lo cual dejó admirado a Don Quijote, que “pensaba que entre los de oficios semejantes de robar, matar y saltear no podía haber alguno que tuviese buen discurso”. Le alentó a perseverar por el buen camino, pues “el principio de la salud está en conocer la enfermedad y en querer tomar el enfermo las medicinas que el médico le ordena. (…) y pues vuestra merced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino tener buen ánimo y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia”. Finalmente, para obtener la “salvación” le ofreció el remedio más seguro y rápido: “Véngase conmigo, que yo le enseñaré a ser caballero andante, donde se pasan tantos trabajos y desventuras, que, tomándolas por penitencia, en dos paletas le pondrán en el cielo.” Roque se rio del consejo de Don Quijote. Caballero y bandolero, ‘Cristo y Buen Ladrón’, se entienden perfectamente en este gran diálogo que ejemplifica el arrepentimiento y la caridad cristianos.
Otra interpretación podría proceder de un enfoque de comprensión más laico que religioso, aunando la parte más realista del cristianismo y en general de todas las confesiones (la concerniente al ‘diagnóstico’), que refleja muy bien el dicho: El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, con la experiencia de la vida y el sentido común que expresa el conocido refrán: Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Es decir, estaríamos hablando de una conciencia ética intuitiva que no ve ni cree en los comportamientos humanos en blanco y negro (unos cuantos señalados son los que roban, y los demás nunca roban); que da por bastante seguro que casi todo el mundo roba o ha robado algo, por pequeño que sea, en algún momento de su vida; que intuye que algunos, o muchos, de los que más tienen son los que más pueden haber robado; que los ricos y poderosos no son menos ladrones que los pobres, sino quizá más por tener más y mejores oportunidades; y, finalmente, que de todos los ladrones que hay en este ancho mundo, los pillados e identificados son una considerable minoría.
En cualquier caso, el porqué de Cervantes para simpatizar tanto con el bandolero, ladrón y asesino, Roque Guinart (igual que en la Primera parte Don Quijote simpatiza con los galeotes que libera), es uno de los episodios más interpretables, interpretados y misteriosos de la novela.
La primera muerte ‘real’ llega al Quijote por los celos de una mujer. Ella misma, Claudia Jerónima, mata con una escopeta, y “por añadidura” con dos pistolas, a su amado, Vicente Torrellas, al creer que se iba a casar con otra mujer. La joven llegó de improviso al galope vestida de mancebo galán a pedir ayuda a Roque, que era del mismo bando que su padre, contrario al bando del malherido [Roque Guinart era del partido de los Niarros o Nyerros ‘lechoncillos’, más próximo a la nobleza; los Torrellas, por tanto, debían de pertenecer al grupo de los Cadells ‘cachorros’. Eran dos banderías armadas, con cierto matiz político, que se enfrentaban en Cataluña, a veces confundiéndose con el bandolerismo o sirviéndose de él; n.]. El eco de Romeo y Julieta, llamada también La excelente y lamentable tragedia de Romeo y Julieta (1597), de las luchas entre Montescos y Capuletos, es muy evidente. La joven abrevia su historia diciendo: “Viome, requebrome, escuchele, enamoreme, a hurto de mi padre, porque no hay mujer, por retirada que esté y recatada que sea, a quien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto sus atropellados deseos.” Roque y ella se dirigen al lugar de los hechos para “ver si es muerto tu enemigo”. Encuentran a don Vicente moribundo, pero con tiempo para decirle que estaba equivocada y pedir que apretando su mano le reciba por esposo. Luego, “le tomó un mortal parasismo”. “¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a qué desesperado fin conducís a quien os da acogida en su pecho! ¡Oh esposo mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del tálamo a la sepultura!”. En efecto, pocas bromas con los celos. Los celos, el miedo, el odio y el amor quizá sean las cuatro emociones más potentes que tenemos los seres humanos. Claudia se desmayó cada dos por tres, gritó y se arañó la cara. Los criados, y hasta el muy curtido Roque, lloraron de pura tristeza. Al fin, la joven, a la que “tejieron la trama de su lamentable historia las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos”, decidió irse de por vida a un convento, sola y por su voluntad. Junto con Marcela, Dorotea y Ana Félix, “el caso de Claudia Jerónima (…) cierra la serie de personajes femeninos caracterizados por su voluntad de rebelarse contra las limitaciones de las convenciones sociales y por el deseo de mostrar y desarrollar su propia individualidad” (Martín de Riquer).
La segunda muerte ‘real’ la ejecuta Roque cuando uno de los bandoleros cuestiona su magnánima caballerosidad hacia la comitiva de doña Guiomar, los capitanes y los peregrinos.
“No lo dijo tan paso [‘tan bajo’; n.] el desventurado, que dejase de oírlo Roque, el cual, echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes, diciéndole:
–Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos.
Pasmáronse todos y ninguno le osó decir palabra: tanta era la obediencia que le tenían.”
Tampoco dijo nada Don Quijote, es decir, Cervantes. Este silencio merece alguna reflexión, aunque preferimos hacerla de modo muy breve e irónico, que no hay por qué ser demasiado rigurosos: ¡Ningún Buen Ladrón es perfecto!
Escribió Roque Guinart una carta para un amigo suyo de la ciudad condal dándole cuenta de que el famoso caballero andante, Don Quijote de la Mancha, “el más gracioso y el más entendido hombre del mundo”, en cuatro días, que era el de San Juan Bautista, estaría en la playa de Barcelona. Pidiendo: “Que diese noticia desto a sus amigos los Niarros, para que con él se solazasen; que él quisiera que carecieran deste gusto los Cadells, sus contrarios, pero que esto era imposible, a causa que las locuras y discreciones de don Quijote y los donaires de su escudero Sancho Panza no podían dejar de dar gusto general a todo el mundo.”
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De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona
(Quijote, II, 60. RAE, 2015)
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