En el comienzo de este capítulo se produce un diálogo muy interesante entre el bachiller Sansón Carrasco (que es quien se disfraza de Caballero de la Blanca Luna y vence a Don Quijote en la playa de Barcelona) y el caballero barcelonés, don Antonio Moreno, que había alojado en su casa al caballero andante por entretenimiento y diversión, siguiendo la corriente al ‘loco’. Algo que en el transcurso de la novela hacen muchos otros personajes, y muy en particular en esta Segunda parte Los Duques aragoneses (durante nada menos que 28 capítulos, del XXX al LVII ambos incluidos).
Por orden del virrey, don Antonio fue tras el de la Blanca Luna con el propósito de identificarle. El bachiller por Salamanca entró en un mesón, y allí dijo su nombre y le explicó:
“–Soy del mesmo lugar de don Quijote de la Mancha, cuya locura y sandez mueve a que le tengamos lástima todos cuantos le conocemos, y entre los que más se la han tenido he sido yo; y creyendo que está su salud en su reposo y en que se esté en su tierra y en su casa, di traza para hacerle estar en ella, y, así, habrá tres meses que le salí al camino como caballero andante, llamándome el Caballero de los Espejos, con intención de pelear con él y vencerle sin hacerle daño, poniendo por condición de nuestra pelea que el vencido quedase a discreción del vencedor; y lo que yo pensaba pedirle, porque ya le juzgaba por vencido, era que se volviese a su lugar y que no saliese dél en todo un año, en el cual tiempo podría ser curado. Pero la suerte lo ordenó de otra manera, porque él me venció a mí y me derribó del caballo, y, así, no tuvo efecto mi pensamiento: él prosiguió su camino, y yo me volví vencido, corrido y molido de la caída, que fue además peligrosa; pero no por esto se me quitó el deseo de volver a buscarle y a vencerle, como hoy se ha visto. Y como él es tan puntual en guardar las órdenes de la andante caballería, sin duda alguna guardará la que le he dado, en cumplimiento de su palabra. Esto es, señor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra cosa alguna. Suplícoos no me descubráis, ni le digáis a don Quijote quién soy, porque tengan efecto los buenos pensamientos míos y vuelva a cobrar su juicio un hombre que le tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería.”
El caballero barcelonés dio entonces esta curiosa respuesta:
“–¡Oh, señor –dijo don Antonio–, Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él! ¿No veis, señor, que no podrá llegar el provecho que cause la cordura de don Quijote a lo que llega el gusto que da con sus desvaríos? Pero yo imagino que toda la industria del señor bachiller no ha de ser parte [suficiente] para volver cuerdo a un hombre tan rematadamente loco; y, si no fuese contra caridad, diría que nunca sane don Quijote, porque con su salud no solamente perdemos sus gracias, sino las de Sancho Panza su escudero, que cualquiera dellas puede volver a alegrar a la misma melancolía. Con todo esto, callaré y no le diré nada, por ver si salgo verdadero en sospechar que no ha de tener efecto la diligencia hecha por el señor Carrasco.”
Los dos puntos de vista sobre Don Quijote y el dilema que plantean son del mayor interés. Por un lado, Sansón Carrasco adopta con el personaje la actitud propia de un amigo o de un familiar, pensando por encima de cualquier otra cosa en la salud del hidalgo manchego, Alonso Quijano. Una actitud que le hace convertirse en una especie de ‘terapeuta aficionado’ ideando un truco, modo o ‘estrategia terapéutica’ para conseguir lo que tanto él, como la sobrina, el ama y los vecinos amigos de su lugar, el cura y el barbero, entendían que era mejor para su curación: volver a casa, renunciar a las armas, a las aventuras, y hacer reposo. Esta es al menos la intención que el bachiller manifiesta en el presente capítulo, porque hemos de recordar que en su fracasado primer intento como Caballero de los Espejos, y después de ser inesperadamente derribado, vencido, humillado y vapuleado, dijo que no volvería a casa “hasta haber molido a palos a don Quijote (…) y no me llevará ahora a buscarle el deseo de que cobre su juicio, sino el de la venganza, que el dolor grande de mis costillas no me deja hacer más piadosos discursos.” Aunque hemos de suponer que este comprensible enfado que tuvo se le había pasado en el tiempo transcurrido, y ahora predominaba su buena fe.
Por otro lado, don Antonio Moreno argumenta muy bien todo lo que se perderá con la curación de Don Quijote, con el fin de su ‘locura’ caballeresca si el hidalgo manchego, Alonso Quijano, recupera la ‘cordura’. Hidalgo al que ni siquiera Sansón Carrasco menciona por su ‘nombre cuerdo’ (le llama “don Quijote” dos veces). Cervantes es el que no le nombra. Como si la parte ‘cuerda’ de la identidad de su personaje principal fuese irrelevante para la novela, como de hecho lo es. Don Antonio señala todo lo que va a perder el mundo con la ‘cordura’ de Don Quijote, que es mucho e importante: la posibilidad de alegrar la melancolía, la tristeza, a las gentes. Si la ‘cordura’ del hidalgo manchego hubiese prevalecido sobre su ‘locura’ desde los primeros capítulos, el Quijote, una de las mejores obras de la Literatura universal, ¡sencillamente no existiría! El punto de vista del caballero barcelonés, que es el punto de vista de Los Duques y de todos los personajes que se burlan del ‘loco’ caballero andante y de su escudero, no es otro que el punto de vista de Cervantes, del escritor, del artista. Y en definitiva, el del público, el de los lectores, que son quienes demandan, gustan y necesitan la risa, el entretenimiento y la diversión para alegrar sus tristezas y melancolías. El personaje ‘cuerdo’ Alonso Quijano tiene un juicio “bonísimo”, pero esto no es suficiente, porque no es gracioso ni divertido. Un relato de la vida, pensamientos y ‘aventuras’ de Alonso Quijano habría sido muy aburrido (aunque no necesariamente). Para hacer a su personaje principal atractivo, accesible y con éxito entre el gran público, Cervantes le transforma en un ‘loco’ del que casi todo el mundo se burla. Un ‘loco’ acompañado por un pícaro con gracia, analfabeto, con inteligencia natural, ignorante, fantasioso, ingenuo como su amo, ambicioso, complejo. Cervantes sigue así en su novela el método del prodesse et delectare (enseñar, ser útil, agradando, deleitando) del Ars Poetica de Horacio. Don Quijote y Sancho Panza divierten y enseñan, enseñan muchísimo (naturalmente, porque Cervantes sabe mucho de la vida, es inteligente y culto, sabio en sentido no erudito), pero tienen que pagar el pato, el alto precio de las constantes burlas. A costa en primer lugar de la ‘salud mental’ del hidalgo. Cervantes somete a sus dos personajes principales a un auténtico suplicio que incluye burlarse, en ocasiones de forma despiadada, de un ‘enfermo mental’. Pero también empatiza con ellos y respeta su dignidad –algo que muchas veces resulta emocionante–, haciendo tener a uno de los personajes burladores aunque sea a toro pasado, en el final de la novela, “caridad” hacia Don Quijote. Y por supuesto sabe y todos sabemos que el trato se lo da a unos entes de ficción, a unos personajes literarios, no a personas reales de carne hueso. Queremos pensar que si Cervantes en su vida real hubiese tenido un vecino y amigo con un trastorno semejante al de Don Quijote, se hubiese comportado con él más en la línea ‘terapéutica’, compasiva y aburrida del bachiller Sansón Carrasco, que en la divertida y burladora de los Señores Duques.
Sancho Panza trató de consolar a su amo durante los seis días que estuvo en el lecho, “triste, pensativo y mal acondicionado, yendo y viniendo con la imaginación en el desdichado suceso de su vencimiento”:
“–Señor mío, alce vuestra merced la cabeza y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo que, ya que le derribó en la tierra, no salió con alguna costilla quebrada; y pues sabe que donde las dan las toman y que no siempre hay tocinos donde hay estacas, dé una higa al médico [‘despreocúpese del médico’, frase quizá creada sobre el refrán «Mear claro y una higa para el médico», evocado a su vez en la letrilla de Góngora «Buena orina, buen color, / y tres higas al doctor »; nota al pie, n.], pues no le ha menester para que le cure en esta enfermedad, volvámonos a nuestra casa y dejémonos de andar buscando aventuras por tierras y lugares que no sabemos. Y si bien se considera, yo soy aquí el más perdidoso, aunque es vuestra merced el más malparado: yo, que dejé con el gobierno los deseos de ser más gobernador [‘nunca más’; n.], no dejé la gana de ser conde, que jamás tendrá efecto si vuesa merced deja de ser rey, dejando el ejercicio de su caballería, y así vienen a volverse en humo mis esperanzas.”
¡Toma, qué calladito se lo tenía! Gobernador no, que según sabe por experiencia es oficio que da mucho trabajo, hay que hacer frente a continuos líos y peligros, y encima no se termina de comer ni tranquilo ni bien. ¡En ser directamente conde piensa Sancho Panza! Para el lector que hubiese creído que después de todos los sinsabores que tuvo en el gobierno de la ínsula Barataria había quedado escaldado para no repetir en asuntos de rango y poder, aquí tenemos al buen Sancho demostrando que tiene su ambición, no ya intacta, sino al alza.
Don Quijote, a su vez, también tranquilizó y consoló al no poco imaginativo escudero, asegurándole que pasado el año de obligado retiro y “reclusión”:
“–Volveré a mis honrados ejercicios, y no me ha de faltar reino que gane y algún condado que darte.
–Dios lo oiga –dijo Sancho– y el pecado sea sordo [no se entere el demonio; n.], que siempre he oído decir que más vale buena esperanza que ruin posesión.”
Como vemos, Alonso Quijano a pesar de los seis días de reposo todavía sigue ‘delirando’. Y Sancho, con pícara perspicacia disfraza de “buena esperanza” lo que no es sino su ambición, su deseo de posesión (“ruin posesión”, por cierto, mientras no se tiene, que quien la logra, automáticamente deja de considerarla ruin).
En el final de este capítulo sale a relucir de nuevo el tema histórico de los moriscos, con la llegada a casa de don Antonio Moreno (donde estaban alojados el vencido caballero andante, su escudero, la morisca cristiana, Ana Félix, y su rico padre, Ricote) del novio de la joven, don Gregorio, que felizmente había sido rescatado de su cautiverio en Argel (lo que le permitió quitarse el disfraz de mujer que tuvo todo el tiempo para evitar males mayores entre los moros de Berbería). Don Quijote, sin recordar el juramento de no coger por un año las armas, volvió a reiterar el ofrecimiento de haber ido él a enfrentarse con toda aquella morisma para liberar a cuantos cristianos hubiese presos. Cuando cayó en la cuenta, comentó: “Pero ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy yo el derribado? ¿No soy yo el que no puede tomar arma en un año? Pues ¿qué prometo? ¿De qué me alabo, si antes me conviene usar de la rueca que de la espada?” [El hilado y su instrumento, la rueca, eran el símbolo tradicional de la mujer hacendosa; el uso de la rueca por los varones era tomado popularmente como señal de cobardía y afeminamiento; n.].
Cervantes elogia por igual en este nuevo reencuentro de amantes, como hace en muchas otras ocasiones a lo largo de la novela, la gran belleza física de los dos jóvenes, Ana Félix y Gregorio. Belleza que activa en ellos mismos y en los presentes, en el público de personajes, una platónica bondad de intenciones. Platónicas intenciones declaradas, pero el elogio de la hermosura física de ambos sexos y géneros es directo e idéntico. Este tipo de simétricos halagos ha dado pie a algunos psicoanalistas y estudiosos cervantinos a inferir o especular sobre la orientación sexual del autor, y la influencia que en este sentido pudo tener sobre él su muy real cautiverio en Argel durante cinco años. ¿Tendencias homosexuales? ¿Tendencias bisexuales…? Con el complejo desarrollo que desde el último tercio del siglo XX están teniendo los conceptos sobre identidad sexual, deseo, sentimientos, orientación, praxis y género no binarios, queer, múltiples o fluidos, las opciones son más diversas, por lo que seguramente a Cervantes le hubiese encantado debatir todos estos asuntos propios y ajenos con los cervantistas y psicoanalistas que sobre él han especulado al respecto.
El caso es que ni el virrey de Cataluña ni el caballero barcelonés don Antonio Moreno veían problema en que una joven morisca tan bella y católica, y un padre morisco tan rico, se quedasen en España, en contra del decreto de expulsión. Don Antonio dijo que iría a la corte de Madrid a negociar lo que pudiese, porque “por medio del favor y de las dádivas, muchas cosas dificultosas se acaban.” Ricote recordó entonces que con el conde de Salazar, don Bernardino de Velasco, encargado por el rey de la expulsión en Castilla, no cabían dádivas ni favores: “Sin que nuestras industrias, estratagemas, solicitudes y fraudes hayan podido deslumbrar sus ojos de Argos, que contino tiene alerta porque no se le quede ni encubra ninguno de los nuestros [se refiere a sus propios compatriotas, los moriscos], que como raíz escondida, que con el tiempo venga después a brotar y a echar frutos venenosos en España, ya limpia, ya desembarazada de los temores en que nuestra muchedumbre la tenía. ¡Heroica resolución del gran Filipo Tercero, y inaudita prudencia en haberla encargado al tal don Bernardino de Velasco! [porque] todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido.”
Además de rico, Ricote aparenta ser un morisco renegado. Es posible que los catalanes se muestren dispuestos a ayudarle por lo primero, y por lo segundo el propio Cervantes. Aunque hay algún cervantista que entiende que las palabras de Ricote no son sinceras, ni tampoco un interesado peloteo al rey para que las autoridades le favorezcan, sino que son mendaces, son falsos elogios. ¡Un acto subversivo de Cervantes contra la Corona! Pero como esta supuesta intención haría descender el sentido del humor de don Miguel de su habitual sutileza irónica al sarcasmo, la interpretación nos parece desiderativa, poco probable.
En fin, “la brevedad es el alma del talento”, dijo irónicamente Shakespeare por boca de Polonio, el muy lenguaraz camarero mayor y padre de Ofelia (Hamlet, Acto Segundo, Escena VI). Y de este modo el joven don Gregorio contó al público de personajes su cautiverio en Argel disfrazado de mujer: “No con largo razonamiento, sino con breves palabras.”
Llegó, pues, el día de decir adiós al Mediterráneo, de partir de Barcelona. Una ciudad que el caballero andante no fue a conquistar, sino a conquistar la fama venciendo en las justas de las fiestas de San Juan. No ocurrió de este modo. Su ‘terapeuta’, el bachiller por Salamanca, Sansón Carrasco, apareció por allí y le venció en la playa. “Don Quijote, desarmado y de camino [‘vestido de camino’; n.]; Sancho, a pie, por ir el rucio cargado con las armas”, iniciaron el viaje de retorno hacia su lugar de La Mancha.
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Donde se da noticia de quién era el de la Blanca Luna, con la libertad de don Gregorio, y de otros sucesos
(Quijote, II, 68. RAE, 2015)
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