Hacer pasar, no 200 ni 400, sino una piara de más de 600 cerdos por encima de Don Quijote y de Sancho Panza, así, sin más, sin que el ex caballero andante los hubiese identificado como un ejército que le atacaba ni sacar sus armas para defenderse (es decir, sin ‘ilusiones perceptivas’ ni interpretaciones y comportamiento ‘delirantes’ como los de otras veces), es la humillación máxima a que Cervantes somete a su derrotado personaje principal. Una humillación que para el lector de hoy día no provoca la menor gracia, y es bastante dudoso que en su tiempo se la hiciese a alguien salvo a los más rústicos (que por entonces eran analfabetos que tan solo podían escuchar la novela leída por otros). ¿Tiene este cerdoso multitudinario episodio algún sentido o explicación más allá de lo aparente?
Antes de intentar dar alguna respuesta conviene saber que cerca del lugar en que Don Quijote decidió imitar la pastoril Arcadia, al igual que el grupo de doncellas y zagales que encontraron allí mismo en el viaje de ida hacia el Mediterráneo, el excaballero y el exescudero se propusieron dormir para al día siguiente seguir su camino de regreso, en una noche “algo escura” porque la luna se había ocultado, pero que el primero se develó con sus muchas preocupaciones despertando al segundo, que carecía de ellas, lo que dio pie a un nuevo debate a propósito de los azotes que por orden del mago Merlín debía darse Sancho para el desencanto de Dulcinea.
“Cumplió don Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al segundo, bien al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba el sueño desde la noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena complexión y pocos cuidados [pocas ‘preocupaciones’; nota al pie, n.].”
El amo inquieto despertó al tranquilo criado, y le dijo:
“–Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condición: yo imagino que eres hecho de mármol o de duro bronce, en quien no cabe movimiento ni sentimiento alguno. Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuando cantas, yo me desmayo de ayuno cuando tú estás perezoso y desalentado de puro harto. De buenos criados es conllevar las penas de sus señores y sentir sus sentimientos, por el bien parecer siquiera.”
Creyendo Don Quijote que la noche era serena, solitaria y muy propicia, le rogó que aprovechara para, “con buen ánimo”, darse “trecientos o cuatrocientos azotes” a cuenta del desencanto de su imaginaria dama. Hecho lo cual, pasarían ambos cantando lo que quedase de oscuridad para dar así “principio al ejercicio pastoral que hemos de tener en nuestra aldea”. ¡Pero ni por el “bien parecer” siquiera! A pesar de estar recién sacado de su profundo sueño, el criado respondió con una muy sobresaliente lucidez:
“–Señor –respondió Sancho–, no soy yo religioso para que desde la mitad de mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo del dolor de los azotes se pueda pasar al de la música. Vuesa merced me deje dormir y no me apriete en lo del azotarme, que me hará hacer juramento de no tocarme jamás al pelo del sayo, no que al de mis carnes.”
Don Quijote no podía entender tanto sueño y tanta libertad:
“–¡Oh alma endurecida! ¡Oh escudero sin piedad! ¡Oh pan mal empleado y mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte! Por mí te has visto gobernador y por mí te vees con esperanzas propincuas de ser conde o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de ellas más de cuanto tarde en pasar este año, que yo «post tenebras spero lucem» [‘tras las tinieblas espero la luz’; son palabras del Libro de Job; n.].”
La ‘mente’ de Don Quijote desde que fue derrotado en la playa de Barcelona no está generando nuevos ‘delirios’, pero mantiene plenamente activos los anteriores.
“–No entiendo eso –replicó Sancho–: sólo entiendo que en tanto que duermo ni tengo temor ni esperanza, ni trabajo ni gloria [los elementos enunciados se corresponden, aproximadamente, con las cuatro pasiones (temor, esperanza, alegría y dolor) de que ha de purgarse el hombre para, al decir de los estoicos, alcanzar la virtud; n.]; y bien haya el que inventó el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que quita la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío que templa el ardor y, finalmente, moneda general con que todas las cosas se compran, balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con el discreto. Sola una cosa tiene mala el sueño, según he oído decir, y es que se parece a la muerte [la idea, bien conocida en la época, se refleja, con forma muy cercana, en el libro VI de la Eneida de Virgilio; n.], pues de un dormido a un muerto hay muy poca diferencia.”
¡Magnífico, excelente elogio del sueño! ¡Moneda general con que todas las cosas se compran…! ¡Tan distinto al no menos excelente y magnífico que hace el joven Hamlet en su más famoso monólogo! La semejanza clásica establecida también por el doliente príncipe de Dinamarca, que debido a la sospechosa muerte de su padre y al inmediato casamiento de su madre tiene en ‘mente’ el suicidio, le lleva a elogiar el sueño. Ser o no ser, vivir o morir, de esto se trata. Pero si se elige la muerte, el en principio dulce sueño… ¡alto! Hamlet razona en el desarrollo de su pensamiento que puede aparecer un muy serio problema: ¡tal vez soñar!
“–Ser o no ser, esa es la cuestión. Si es más noble para el alma soportar las flechas y pedradas de la áspera Fortuna o armarse contra un mar de adversidades y darles fin en el encuentro. Morir: dormir, nada más. Y si durmiendo terminaran las angustias y los mil ataques naturales herencia de la carne, sería una conclusión seriamente deseable. Morir, dormir… tal vez soñar. Sí, ese es el estorbo. Qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno ya libres del agobio terrenal es una consideración que frena el juicio y da tan larga vida a la desgracia. Pues, ¿quién soportaría los azotes e injurias de este mundo, el desmán del tirano, la afrenta del soberbio, las penas del amor menospreciado, la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo, los insultos que sufre la paciencia, pudiendo cerrar cuentas uno mismo con un simple puñal? ¿Quién lleva esas cargas, gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida, si no es porque el temor al más allá, la tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve, detiene los sentidos y nos hace soportar los males que tenemos antes que huir hacia otros que ignoramos? La conciencia nos vuelve cobardes” (Hamlet, Tercer Acto, Escena I).
Sancho Panza, a diferencia de las trascendentes reflexiones del joven príncipe, solo piensa en el sueño físico y reparador, sin ideas, sin imágenes ni ensueños inquietantes, sin pesadillas ni terrores, en el sueño balsámico, inconsciente. Y apunta una semejanza con la muerte en la que no entra, porque más allá de un superficial parecido por la quietud del cuerpo el personaje se sobreentiende que no está capacitado para conocer.
Don Quijote elogia la reflexión, llevando de paso el agua a su molino:
“–Nunca te he oído hablar, Sancho –dijo don Quijote–, tan elegantemente como ahora; por donde vengo a conocer ser verdad el refrán que tú algunas veces sueles decir: «No con quien naces, sino con quien paces».”
Total, que estando en estas nocturnas y elevadas pláticas “sintieron un sordo estruendo y un áspero ruido, que por todos aquellos valles se estendía”. Asustados los dos, esperaron a ver qué ocurría, y fue entonces cuando una piara de “más de seiscientos puercos” que unos hombres llevaban a vender en una feria les pasó por encima y dio con todos en el suelo. Sancho reaccionó ante aquellos “animales inmundos” y pidió a Don Quijote la espada, que no había desenvainado, para matar “media docena”. Pero el excaballero le respondió:
“–Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo castigo del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas [‘chacales’; n.] y le piquen avispas y le hollen puercos.”
Como se ve, Don Quijote no confunde los cerdos con un ejército de enemigos, no tiene ya ‘trastornos perceptivos’ en forma de ‘ilusiones visuales’ como tantas otras veces a lo largo de la novela. Lo que sí hace ahora es una ‘interpretación delirante’ de la culpa, considerando que lo que acaba de ocurrirle es una justa humillación, una justa pena, por ser un caballero andante que se ha dejado vencer. El propósito de llevar una vida pastoril durante el obligado año de retiro será la compensación de la derrota planeada por él mismo, una blanda penitencia, pero el inesperado episodio de los cerdos le hace entender que no puede escapar al “justo castigo del cielo” por haber “pecado”, por haber sido vencido por otro caballero andante. Recuérdese que según la idea de justicia que había en el mundo medieval, que es la idea que circula por la ‘mente’ de Don Quijote, se creía que el caballero vencedor en un combate tenía la razón y al ‘cielo’ de su parte, mientras que el perdedor no tenía razón en lo que defendía pues el ‘cielo’ le había abandonado. Y así es como se siente ahora el muy creyente Don Quijote, el Cruzado, el Caballero de la Fe que tanto elogia Unamuno: ¡abandonado por el ‘cielo’! Lo que ocurrió en la playa de Barcelona no había sido una simple derrota en términos de fuerza física o de prestigio terrenal. Hay que entender todo esto para hacernos una adecuada idea del hundido ‘estado de ánimo’ que en estos momentos tenía el vencido caballero. Este motivo permite comprender que acepte de manera sorprendente y de tan buen grado la humillación de los puercos. Una vez castigado y humillado con una justa y dura penitencia no decidida por él, sino, según cree, por el ‘cielo’, a partir de ahora puede sentirse exculpado de su ‘pecado’. Los cerdos, esos “animales inmundos”, obran de este modo el milagro del perdón. ¿Se trata esta singular expiación de la culpa de una tremenda indirecta, de una invectiva descomunal y subversiva contra la Iglesia…? No podemos asegurar una cosa u otra, ya nos gustaría saberlo. En todo caso, Don Quijote puede llevar a cabo ahora con tranquilidad de su conciencia moral, la blanda y poética autopenitencia pastoril.
Dicho y hecho. Después de que Sancho volviese a su benefactor sueño tras rechazar la oferta de canto a dúo, el bucólico excaballero, arrimado al tronco de un alcornoque o de una haya “(que Cide Hamete Benengeli no distingue el árbol que era)” entonó “al son de sus mesmos suspiros” un “madrigalete” que él mismo había compuesto. Esto decía:
“–Amor, cuando yo pienso
en el mal que me das terrible y fuerte,
voy corriendo a la muerte,
pensando así acabar mi mal inmenso”.
Hamlet habla en su monólogo de “las penas del amor menospreciado” como uno más entre los muchos males que los humanos hemos de afrontar en esta vida, y que pueden hacernos pensar en la muerte e incluso en el suicidio. En cambio, Don Quijote, “cuyo corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento y con la ausencia de Dulcinea”, no reflexiona sobre otros posibles males. Su pensamiento no es amplio, está muy focalizado.
“–Mas en llegando al paso
que es puerto en este mar de mi tormento,
tanta alegría siento,
que la vida se esfuerza, y no le paso”.
Una repentina e intensa alegría de origen no muy claro activa el impulso a vivir, frenando la inicial intención de muerte de Don Quijote.
“–Así el vivir me mata,
que la muerte me torna a dar la vida.
¡Oh condición no oída
la que conmigo muerte y vida trata!”
En su Vida de Don Quijote y Sancho según Miguel de Cervantes Saavedra (1905), Unamuno interpreta el poema de Don Quijote, y en particular los últimos versos, de la siguiente manera:
“¡Maravillosa sentencia en que se declara lo más íntimo del espíritu quijotesco! Y ved cómo cuando Don Quijote llegó a expresar lo más recóndito, lo más profundo, lo más entrañable de su locura de gloria, lo hizo en verso, y después de vencido y después de pisoteado por piara de cerdos. El verso es, sin duda, el lenguaje natural de lo profundo del espíritu; en verso compendiaron San Juan de la Cruz y Santa Teresa lo más íntimo de sus sentires. Y así Don Quijote fue en verso como llegó a descubrir los abismos de su locura, que el vivir le mataba y la muerte tomaría a darle vida, que su anhelo era anhelo de vida inacabable y eterna, de vida en la muerte, de perdurable vida:
Así el Vivir me mata
Que la muerte me torna a dar la vida.
Sí, Don Quijote mío, la muerte tornó a darte vida y vida imperecedera. El vivir nos mata. Ya lo dijo tu hermana Teresa de Jesús, cuando cantó:
Sácame de aquesta muerte,
Mi Dios y dame la vida;
No me tengas impedida
En este lazo tan fuerte;
Miro que muero por verte
Y vivir sin Ti no puedo,
Que muero porque no muero.”
Don Miguel de Unamuno, creyente heterodoxo y dubitativo pero profundamente creyente, vuelve a ver y a entender (y en esta ocasión lo expresa con precisión inmejorable) un trasfondo místico-religioso en el pensamiento, las palabras, el comportamiento, el ‘espíritu’ y el personaje todo de Don Quijote. Un trasfondo que no puede asegurarse que Miguel de Cervantes quisiera dar a su personaje. Porque también cabe entender y ver, como de hecho hace la inmensa mayor parte de la crítica cervantina de al menos el último medio siglo, que ese supuesto trasfondo va mucho más allá de las intenciones literarias, paródicas, humorísticas y de entretenimiento que en Cervantes resultan explícitas o detectables. Por tanto, sería un trasfondo especulado, imaginado, o incluso una proyección psíquica del Rector de la Universidad de Salamanca. Sea como fuere, es una “alegría” que hace “que la vida se esfuerce” en el umbral de la muerte la que frena a Don Quijote. ¡A Hamlet le frena en cambio un potente miedo a lo desconocido!
Antes de volver a su plácido sueño tras ser pisoteado por los más de 600 cerdos, Sancho no desaprovechó la ocasión para quejarse de la condición de los escuderos, diciendo que, puesto que no son hijos suyos ni parientes cercanos, no deberían correr la misma suerte que los caballeros andantes. E hizo una muy reveladora pregunta: “¿Qué tienen que ver los Panzas con los Quijotes?”. El exescudero también había sido humillado, y en estos duros y difíciles momentos de asimilación de la derrota establece toda la distancia que puede con el amo. A diferencia de él, que encuentra la redención de la culpa en el castigo y el cese de las ideas de muerte en el poético canto pastoril, Sancho, sin sentirse culpable sino injustamente castigado, y sin pensar más que de forma tangencial en la muerte, prefiere refugiarse en el sueño inconsciente y balsámico.
“–Duerme tú, Sancho –respondió don Quijote–, que naciste para dormir; que yo, que nací para velar, en el tiempo que falta de aquí al día daré rienda a mis pensamientos y los desfogaré en un madrigalete que, sin que tú lo sepas, anoche compuse en la memoria.
–A mí me parece –respondió Sancho– que los pensamientos que dan lugar a hacer coplas no deben de ser muchos. Vuesa merced coplee cuanto quisiere, que yo dormiré cuanto pudiere.”
La distancia y la diferencia en el modo de afrontar la derrota, la pérdida de ilusiones y ambiciones, la vida y la muerte, es máxima en estos momentos entre caballero y escudero, entre exescudero y excaballero, entre amo y criado.
Pasó cada uno la noche a su manera, amaneció un nuevo día, y “volvieron los dos a su comenzado camino”.
“Al declinar de la tarde vieron que hacia ellos venían hasta diez hombres de a caballo y cuatro o cinco de a pie”. Eran hombres armados que amenazaron a Don Quijote con sus lanzas. Les hicieron señales para que permaneciesen callados, y empezaron a llevarles hacia algún desconocido lugar. Cuando cayó la noche les decían: “¡Caminad, trogloditas! ¡Callad, bárbaros! ¡Pagad, antropofagos! ¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones carniceros!”. Y aunque Sancho no entendió muy bien lo que oía (pues para sus adentros pensaba: “¿Nosotros tortolitas? ¿Nosotros barberos ni estropajos? ¿Nosotros perritas, a quien dicen cita, cita?”), no dejó de temerse lo peor: “Todo el mal nos viene junto, como al perro los palos”. Coincidiendo sin saberlo con el miedo y el pensamiento de Don Quijote: “Para los vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en peor.”
En fin, qué sea o deje de ser este último gran misterio se sabrá en el siguiente capítulo.
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De la cerdosa aventura que le aconteció a don Quijote
(Quijote, II, 68. RAE, 2015)
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