¡Qué difícil es aceptar que el Quijote se acabe! ¡Qué difícil aceptar el fin de su lectura, de su compañía! Una mini reacción de duelo por la pérdida de ese tiempo precioso dedicado día a día a estar en conversación con él es casi inevitable.
Al tratarse de una novela tan larga, con 52 capítulos en la Primera parte y 74 en la Segunda, nada menos que 136 pequeñas historias, 136 pequeñas perlas o diamantes de Literatura, más los excelentes dos prólogos, terminamos identificándonos con los personajes principales, con el espacio en que transcurren sus aventuras y sus ‘vidas’; y también con el escritor, con el grande, muy sabio e irónico Cervantes. No en el sentido de coincidir necesariamente con sus pensamientos, sentimientos, creencias, sueños, palabras o acciones, sino en el de considerar a los tres de nuestra familia, de la familia con la que convivimos. Pero…
“Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero.”
Todo es muy rápido. Intenso pero sin exuberancias ni sensiblerías, sobrio emocionalmente. Como suele ser Cervantes. Y sin dejar de lado el sentido del humor en los momentos finales. ¡Menos que nunca en los momentos finales! ¡Ironía y sentido del humor hasta el último minuto!
Don Quijote enferma de “una calentura” (sin que el señor Benengeli especifique de qué tipo) y de “melancolía” y tristeza. Enferma del cuerpo y del ‘alma’, y pasa “seis días” en cama con frecuentes “desmayos”.
Nada le alegraba ya ni consolaba, ni siquiera que el bachiller Sansón Carrasco le dijese que había comprado dos perros a un ganadero de Quintanar de la Orden, llamados Barcino y Butrón, para iniciar cuanto antes el ejercicio pastoril que tenía planeado.
“Llamaron sus amigos al médico, tomole el pulso, y no le contentó mucho y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro. Oyolo don Quijote con ánimo sosegado, pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante. Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos [‘penas’, ‘pesares’; nota al pie, n.] le acababan.”
El médico de Don Quijote, el médico de Un Lugar de la Mancha, dio más importancia en su diagnóstico a la mente que al cuerpo: lo que verdaderamente acababa con la ‘vida’ del ex caballero andante eran tristezas, penas, pesares y melancolías.
Despertó al fin de uno de los largos desmayos y sueño “dando una gran voz”, expresión que coincide (según nota al pie en la edición de la RAE) con la de la Biblia Vulgata cuando se produjo la muerte de Jesucristo. Esta es la ‘primera muerte’ de Don Quijote, previa a la de su cuerpo, la muerte o fin de su ‘alma idealista’, de la ‘identidad delirante’ que ha mostrado y hecho existir al personaje ante los lectores a lo largo de toda la novela. La ‘identidad cuerda’, la identidad como hidalgo Alonso Quijano, no hemos podido conocerla hasta este momento final con su propia voz, con sus propias palabras. Cervantes nos da información sobre ella, pero no permite que se exprese de manera directa. Quizá para no hacer sombra a la ‘identidad protagonista’ de la novela, que es la del caballero andante Don Quijote de la Mancha. En cambio, ahora sí habla y actúa por fin ante todos Alonso Quijano el Bueno. Un hidalgo manchego leído, cabal y mesurado, compasivo, no poco creyente y beato, seguramente aburrido, con muy poco sentido del humor, e internamente conflictuado. Y dijo:
“–¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres.”
La sobrina le preguntó intrigada:
“–¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres?
–Las misericordias –respondió don Quijote–, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas [‘tenebrosas’; n.] de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde”.
En ocasiones en la realidad, debido a los cambios neuroquímicos del cerebro que producen los estados febriles con afectación general y el sueño profundo, se produce una cierta mejoría de algunos trastornos mentales.
Llegaron en ese momento a visitarle el cura, Sansón Carrasco y maese Nicolás el barbero.
“–Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de «bueno». Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería”.
Al oír esto los tres amigos, “creyeron sin duda que alguna nueva locura le había tomado”. Sansón Carrasco le dijo para animarle que tenían noticia de que Dulcinea estaba por fin desencantada, comentando: “Calle, por su vida, vuelva en sí y déjese de cuentos.” ¡Gran ironía! Una más de las que Cervantes nos obsequia por cientos en el transcurso de la novela. Don Quijote se mostró por primera vez totalmente ajeno a Dulcinea del Toboso, el amor de su vida por el que tantas veces la arriesgó y en Barcelona estuvo dispuesto a morir, y respondió: “Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas aparte”, pidiendo al cura que le confesase y que avisaran a un escribano para hacer testamento. Sorprendidos todos como estaban empezaron a creerle, pues “una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo”. [Se creía que en el umbral de la muerte los locos recobraban el juicio; n.].
La realidad es un poco más cruda, porque casi todas las personas de edad con trastorno delirante que mueren, lo hacen con su enfermedad mental activa en mayor o menor grado.
Llegó el escribano con Sancho, y en cuanto vio a su amo “comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas”. El cura confirmó la gravedad del momento, noticia que dio “un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero”. Cervantes, quizá emocionado por el fin de su novela y por toda esta situación que está escribiendo ahora, hace un elogio del personaje moribundo que no es del todo coherente con lo que ha escrito y narrado a lo largo de la historia. Esto dice:
“Verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.”
No siempre, don Miguel, no siempre. En tanto que hiperactivo Don Quijote de la Mancha, Alonso Quijano no siempre fue de agradable trato y apacible condición. Tenía sus momentos de enfado y cólera. ¡Que se lo pregunten a los molinos de viento!
“Y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas [del testamento], dijo:
–Iten, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y si, como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.”
El elogio a Sancho Panza de nuevo no es cierto del todo. Los lectores saben perfectamente que Sancho ha engañado al menos dos veces a Don Quijote: cuando hizo pasar a Dulcinea por una rústica aldeana, y cuando azotó las cortezas de las hayas en vez de sus espaldas robándole de este modo su dinero. Dos engaños que pueden considerarse graves, por mucha necesidad de salir del atolladero que tuviera en el primero, y mucha justicia poética por los padecimientos de su trabajo que concurriese en el segundo. Sancho Panza no pide hablar con su amo antes de que muera para sincerarse con él y confesarle estos engaños, dejando que la relación de amistad entre ellos termine con ambas mentiras. Un cierto ‘sentimiento de culpa’ podría circular por su ‘mente’, explicando en parte junto al hecho de la muerte y la muestra de generosidad de Alonso Quijano el Bueno tan caudalosos llantos. Cervantes no es un estricto moralista. Su sentido de la fe cristiana es más humanista y compasivo que ortodoxo o institucional. En los momentos últimos de la relación entre caballero y escudero, refleja la complejidad ética de la relaciones humanas, la ausencia de sinceridad o pureza absolutas en las relaciones interpersonales, incluidas las de máxima vinculación emocional.
Y dijo a Sancho:
“–Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.”
Alonso Quijano creía que Sancho Panza creyó alguna vez en los caballeros andantes, pero Cervantes no explicita esto en el texto. Más bien nos hace pensar que Sancho contemporizó por interés con lo que Don Quijote creía, pero que más allá de ciertas dudas nunca creyó en ello.
La respuesta que da ahora Sancho a su amo en el lecho de muerte es uno de los momentos más emocionantes de toda la novela:
“–¡Ay! –respondió Sancho llorando–. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.”
Y la que Don Quijote da a su escudero y a sus amigos, la más realista y triste:
“–Señores –dijo don Quijote–, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno.”
Nombró entonces albaceas de su testamento “al señor cura y al señor bachiller Sansón Carrasco”, dando orden que se pagase al ama el salario por todo el tiempo que le había servido, “más veinte ducados para un vestido”. Y dejó toda su hacienda a su sobrina, Antonia Quijana, siempre y cuando se casara con algún mancebo que no supiese nada de libros de caballerías (en caso contrario lo perdería todo, y los albaceas quedaban autorizados para repartir la hacienda a su voluntad en “obras pías”).
En el último punto del testamento de Don Quijote, Cervantes vuelve a recordar a Avellaneda para darle la penúltima lanzada. Al hacerlo, confiere al autor y al libro apócrifos un honor y un protagonismo que si don Miguel hubiese reparado mejor en esta consecuencia, dadas ya las mortales lanzadas del prólogo y de los capítulos precedentes que hemos comentado, quizá habría omitido en el final de su novela. Decir a los albaceas que si alguna vez llegan a conocer al autor del Quijote plagiario le pidan perdón en su nombre por haber dado pie con su historia a copiarle y escribir “tantos y tan grandes disparates”, es otra gran ironía cervantina, pero queda superada por el protagonismo que don Miguel da de este modo a Avellaneda.
Tres días más después de hacer el testamento vivió Don Quijote entre frecuentes desmayos.
“Andaba la casa alborotada, pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.” [Que la alegría de la herencia es templanza del dolor constituye un lugar común tradicional y muy antiguo; n.].
“En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallose el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió.”
Se murió. Sin más. Se murió Don Quijote de la Mancha. Una pena, pero es así. Acaecida esta ‘segunda muerte’, la muerte ‘física’ del personaje que en los momentos finales de su vida recupera la cordura y reconoce por primera vez su nombre y su identidad ‘reales’, los del hidalgo Alonso Quijano el Bueno, el cura se apresuró a pedir al escribano que dejase constancia de la muerte, “y que el tal testimonio pedía para quitar la ocasión de que algún otro autor que [no fuere] Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas.”
Habidas por tanto: 1) la ‘primera muerte’, la muerte del ‘alma’ de Don Quijote, o visto de manera laica, menos poética y más científica, su ‘curación’, el fin de sus ‘delirios’, de su ‘identidad delirante’, y 2) la muerte ‘física’ o ‘segunda muerte’ del personaje, Cervantes utiliza al cura y a un escribano para testimoniar y zanjar ‘legalmente’ su 3) ‘tercera muerte’: la ‘muerte literaria’, el fin textual e imaginario definitivo de Don Quijote para que nadie más pudiese apropiárselo.
Y por si no fuera suficiente tal testimonio, el “prudentísimo” señor Benengeli dijo a su pluma: «Aquí quedarás colgada desta espetera [‘soporte del que se cuelga el espeto o asador y otros utensilios de cocina’; n.] y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía [‘pluma de ave’ a la que tenía que afilársele la punta cuando se le gastaba por el uso; si no estaba bien cortada, hacía trazos irregulares y echaba borrones; n.], adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres: ¡Tate, tate, folloncicos! De ninguno sea tocada, porque esta empresa, buen rey, para mí estaba guardada. Para mí sola nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno”. Y de nuevo vuelve a referirse al “escritor fingido y tordesillesco”, mencionando su “resfriado ingenio” y la “pluma de avestruz grosera” que utiliza [‘con punta basta, incapaz de hacer una línea fina’; n.], pidiendo a la suya que si por casualidad llega a conocerle le advierta “que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja [alusión a unas posibles aventuras futuras y más ridículas que se esbozan al fin del Quijote de Avellaneda; n.], haciéndole salir de la fuesa [‘fosa’, ‘sepultura’; n.] donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva”. Añadiendo que para hacer burla de los caballeros andantes, “pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías”, son más que suficientes las dos partes que él ha escrito. Un heterónimo hablando con su pluma, colgada en la cocina, no deja de ser una genialidad. Aunque con tantas menciones, alusiones y comentarios como hace, Cervantes termina dando en este capítulo final un inmerecido protagonismo a Avellaneda. ¡Qué le vamos a hacer, nadie es perfecto! Y continúa:
“Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.”
Como se ve, lo que dice ahora el gran historiador moro, señor Benengeli, es muy diferente de lo que en la primera frase del primer capítulo de la Primera parte dijo Cervantes, o el primer narrador: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Vamos a ver: el nombre está claro que lo sabe, pero ¿no quiere acordarse por algún desconocido o supuesto motivo, o no quiere poner adrede el nombre para que los pueblos manchegos discutan entre ellos como pasó en Grecia con el legendario y desconocido Homero, y los académicos y cervantistas escriban libros y hagan congresos y sesudos estudios argumentando e intentando demostrar, incluso científicamente, cuál es el verdadero lugar de Don Quijote y de Sancho Panza? ¿Quién tiene razón: Cervantes, el primer narrador o el señor Benengeli? ¿Asistimos aquí a una muy seria incoherencia o a una nueva genial ironía, no sabemos muy bien de quién de los tres? ¿Alguien tiene dudas…?
En esta segunda ocasión de esta Segunda parte no fueron los académicos de la Argamasilla quienes pusieron el epitafio, sino el bachiller por Salamanca, Sansón Carrasco:
“Yace aquí el hidalgo fuerte
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco,
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.”
La ventura de los valientes que viven ‘locos’ y mueren cuerdos en ocasiones hace que la muerte no triunfe sobre su vida cuando mueren. Este milagro de ‘inmortalidad’ solo puede conseguirlo la Literatura y las grandes creaciones humanas de la Ciencia y del Arte. Cervantes sin duda lo consiguió. Consiguió la ‘eternidad’, la ‘inmortalidad’ de su obra y de su nombre (salvo hecatombes apocalípticas, amnesias colectivas o imprevistos cambios genéticos evolutivos). Y este es el máximo consuelo que junto a las creencias religiosas podemos alcanzar los seres humanos, conscientes de la brevedad e irremediable fin de nuestras vidas en este bello, placentero, duro, agresivo y complejo mundo. Vale.
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De cómo don Quijote cayó malo y del testamento que hizo y su muerte
(Quijote, II, 74. RAE, 2015)
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