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Alfredo Barbero

Ni locos ni cuerdos

En un lugar… (capítulo primero)

Resulta prácticamente imposible empezar a leer la historia de Don Quijote y de Sancho Panza sin repetir varias veces en voz alta su celebérrima primera frase. Una frase que todos los españoles, al menos hasta las generaciones más recientes, conocemos casi desde la infancia. Y que pertenece a eso que metafóricamente podríamos llamar nuestro ‘consciente colectivo’:  

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.”  

¡Qué maravilla, parece una hipnótica canción de cuna! Pues bien, las notas a pie de página [n.] en la edición de la RAE (2015) dicen lo siguiente sobre los significados de esta frase: 

1) Lugar: no con el valor de ‘sitio o paraje’, sino como ‘localidad’ y en especial ‘pequeña entidad de población’, en nuestro caso situada concretamente en el Campo de Montiel (I, 2 y 7), a caballo de las actuales provincias de Ciudad Real y Albacete. Seguramente por azar, la frase coincide con el verso de un romance nuevo [n.]. 

Aceptando la posibilidad del azar respecto del romance (la seguridad es más improbable), tiene interés recordar que desde antiguo varios pueblos de La Mancha se han postulado como ese misterioso “lugar” del que habla, sin nombrar, Cervantes. Por ejemplo, utilizando como argumento que El Toboso, el pueblo de su amada Dulcinea, es “un lugar cerca del suyo”, como se dice al final de este capítulo, se ha venido postulando tradicionalmente Argamasilla de Alba (además de contar con un alocado personaje histórico local, don Rodrigo Pacheco, en el que pudiera haberse inspirado Cervantes –aunque otros hablan de un tal Francisco de Acuña, procurador de El Toboso, porque personas locas las había por toda la ancha Mancha y por toda la geografía española–; tener la cueva-prisión de la casa de Medrano en la que pudiera haber estado el escritor por problemas contables o inoportunos piropos e insinuaciones –sin prueba documental histórica que lo acredite–; y el hecho de que al final de esta Primera parte los llamados “académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha” escriban varios epitafios sobre la presunta muerte y enterramiento de Don Quijote –se sobreentiende que en ese lugar, aunque Cervantes no especifica si los académicos son de Argamasilla de Alba o de Argamasilla de Calatrava–). También se ha postulado Alcázar de San Juan, Montiel, y más recientemente, basándose en un supuesto estudio científico realizado por un equipo multidisciplinar de la Universidad Complutense de Madrid, Villanueva de los Infantes (la histórica Infantes capital del Campo de Montiel). En dicho estudio se calculan las ‘distancias’ y ‘tardanzas’ en los desplazamientos de los personajes de ficción mencionadas por Cervantes en el texto, que son entendidas por sus autores de manera literal como datos empíricos, precisos, geográficos, reales, pues supuestamente don Miguel habría tenido intención de dejar esos ‘datos’ para resolver el misterio del “lugar” (las premisas lógicas de este estudio se analizan de forma paródica en el ensayito, Don Quijote en un lugar ‘científico’ de la Mancha, 2015). Varios estudiosos de diversos pueblos o lugares manchegos han acuñado a partir del texto cervantino sus propios argumentos para defender la hipótesis correspondiente, dando más o menos importancia, e interpretando de manera más o menos literal, lo que en cada momento escribe Cervantes. Se han formulado varias hipótesis, más o menos imaginativas, cada una con sus particulares sesgos. Todo lo cual sin duda hubiese divertido mucho a Cervantes. El escritor dio sobrado pie para que se produzcan estos, en ocasiones, apasionados debates. ¡Debates, cursos y congresos que han llegado a lo académico incluso más allá de Argamasilla! No podemos saber con certeza en qué medida lo hizo de forma deliberada o no. Don Miguel pintó en su narración literaria una Mancha con muy notables incoherencias, tanto geográficas como temporales, que han logrado volver locos a los académicos más puntillosos (metafóricamente hablando, por supuesto). En qué medida esas incoherencias son errores involuntarios, ‘datos’ deliberados para conducir al lector a la resolución de un supuesto acertijo, o, todo lo contrario, para confundirle sobre el posible “lugar”, ¡ya nos gustaría preguntárselo a Cervantes! En el último capítulo de la Segunda parte y último de la novela, el autor cierra el círculo que abre ahora, diciendo: “Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero”. Pero tampoco vamos a creernos al pie de la letra una afirmación hecha en el último momento. En primer lugar, porque el historiador moro, Sr. Benengeli –según advierte don Miguel a los lectores–, no es muy de fiar. Y en segundo lugar, porque el propio Cervantes ironiza constantemente, cuando menos te lo esperas, ¡hasta consigo mismo!, de modo que a ver quién es el valiente que se atreve a decir que sabe con certeza que eso de la ‘contienda’ sobre el “lugar” es cierto, que lo dijo muy en serio con la intención de que el enigma se resolviese. O todo lo contrario, que no quería para nada que se resolviese, dijo de manera irónica lo de Homero y las siete ciudades griegas, y dio pistas falsas para gastar una broma y marear a los lectores y académicos más exhaustivos. ¡Vaya usted a saber! Lo cierto es que la RAE, hasta la fecha, salvo la mención al Campo de Montiel que el propio Cervantes escribe en dos o tres ocasiones, no avala ni da por cierta ninguna hipótesis sobre el “lugar” o pueblo concreto de La Mancha al que se refiere o en el que pudiera estar pensando. Y entendemos que hace bien. 

2) De cuyo nombre no quiero acordarme: ‘no voy, no llego a acordarme ahora’ (e incluso ‘no entro ahora en si me acuerdo o no’); quiero puede tener aquí valor de auxiliar, análogo al de voy o llego en las perífrasis equivalentes; en el desenlace, sin embargo, C. recupera el sentido propio del verbo: «cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente…» (II, 74). La indeterminación de este comienzo, que tiene numerosos análogos en narraciones de corte popular, contrasta con los prolijos detalles con que se abren algunos libros de caballerías [n.].  

La interpretación de la RAE hace prevalecer en esta primera frase el valor auxiliar del verbo ‘querer’ sobre el valor propio o literal, que es el que suele entender casi todo el mundo cuando la lee: que el escritor está diciendo claramente que ‘no quiere’ acordarse del nombre del “lugar”, no que no ‘llegue’, no ‘vaya’ o no ‘entre’ en si se acuerda o no se acuerda. Además de ser el modo habitual de entender los lectores ese “no quiero” (con su valor o significado propio, no con un significado auxiliar), es lógico pensar que la frase del último capítulo sobre Homero y las ciudades griegas está en relación de significado con la primera de la novela, cerrando en apariencia el círculo de este inicial misterio. Pero como acabamos de decir, con la lógica irónica de Cervantes nunca se sabe. En todo caso, tuviese o no tuviese en mente un “lugar” concreto como pueblo de Don Quijote, y se refiera o no se refiera a él en el texto (bien para facilitar que se descubra, bien para dificultarlo o impedirlo, o, en tercer lugar, con ninguna de las dos intenciones anteriores), la razón literaria para no querer nombrar o acordarse de ese “lugar” parece bastante clara por lo que escribe al final de este primer capítulo: “Pero acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse «Amadís» a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó «Amadís de Gaula», así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse «don Quijote de la Mancha», con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della”.   

3) Astillero: ‘percha o estante para sostener las astas o lanzas’; adarga: ‘escudo ligero, de ante o cuero’; el hidalgo (aquí, ‘noble de medio pelo’) que no poseyera cuando menos un caballo –aunque fuera un rocín de mala raza y mala traza–, en teoría para servir al rey cuando se le requiriera, decaía de hecho de su condición; el galgo se menciona en cuanto perro de caza. Nótese que la adarga, como sin duda la lanza, es antigua: son vestigios de una edad pasada, en el cuadro contemporáneo (no ha mucho tiempo) de la acción [n.].  

Bueno, dejemos ya la primera frase.

Después de la descripción de ciertos significativos objetos de la casa de Don Quijote, sigue la de la no demasiado frugal comida que tomaba, “olla” o cocido las más veces y “palomino de añadidura los domingos”, la ropa que solía usar [dentro de la obligada modestia, DQ viste con una pulcritud y un atildamiento muy estudiados, porque la conservación de su rango depende en buena parte de su apariencia; n.], la edad que tenía, que “frisaba” con los 50 años [en los siglos XVI y XVII, la esperanza de vida al nacer se situaba entre los veinte y los treinta años; entre quienes superaban esa media, sólo unos pocos, en torno al diez por ciento, morían después de los sesenta. En términos estadísticos, pues, DQ está en sus últimos años; n.], y con quién vivía: “Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza [‘para todo’; n.]”. La relación entre estas cuatro personas que convivían a diario bajo el mismo techo apenas es descrita por Cervantes, quizá porque Don Quijote tiene sus aventuras yendo por los caminos. 

De entre las primeras magistrales pinceladas con que Cervantes describe el estatus personal y social del hidalgo y la transformación mental que sufre (todo ello en tan solo un capítulo, ¡un prodigio de síntesis!), destacan las referidas a su constitución física. “Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”. Según nota al pie: “Era opinión común que la complexión o ‘constitución física’ estaba determinada por el equilibrio relativo de las cuatro cualidades elementales (seco, húmedo, frío y caliente), que, por otro lado, a la par que los cuatro humores constitutivos del cuerpo (sangre, flema, bilis amarilla o cólera, y bilis negra o melancolía), condicionaban el temperamento o manera de ser. La caracterización tradicional del individuo colérico coincidía fundamentalmente con los datos físicos de DQ, quien, sobre ser enjuto y seco, tiene «piernas… muy largas y flacas» (I, 35), es «amarillo» (I, 37), «estirado y avellanado de miembros» (II, 14), y alardea de «la anchura… de sus venas» (I, 43). A su vez, la versión de la teoría de los humores propuesta en el Examen de ingenios (1575), de Juan Huarte de San Juan, atribuía al colérico y melancólico unos rasgos de inventiva y singularidad con paralelos en nuestro ingenioso hidalgo”.  

Alto, delgado, recio, seco, colérico, enjuto, melancólico, inventivo y muy singular, nuestro manchego hidalgo. El neurólogo y psiquiatra alemán, Ernest Kretschmer, candidato en 1929 al Premio Nobel de Medicina, actualizó y reformuló en su obra, Constitución y carácter (1921), la relación entre el temperamento de las personas y su estructura corporal. Hoy en día se considera que este tipo de teóricos vínculos somato-psíquicos no cuenta con suficiente casuística ni evidencia empírica que lo avale. Por tanto, no se acepta. En la práctica clínica se suelen encontrar rasgos temperamentales y constitucionales muy diversos y mezclados. Y la formación global de la personalidad depende en gran medida de la relación con el entorno, del aprendizaje, y de las circunstancias y experiencias biográficas. El pensamiento de la época de Cervantes sobre estos asuntos en la actualidad hay que entenderlo en sentido metafórico.  

“Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba «Quijana».  

Después de haberse desdoblado en el Prólogo inventando “un amigo” que le resolvió todas las dudas sobre cómo escribirlo, Cervantes declara por primera vez la supuesta existencia de varios “autores” que escriben la historia de Don Quijote [Cervantes finge que en el caso pretendidamente real de DQ se da una divergencia de fuentes, como ocurría con las varias lecturas de un término que la filología de los humanistas enseñaba a zanjar, según se hace aquí, mediante el cotejo de textos y las hipótesis bien razonadas (conjeturas verisímiles); n.]. Más adelante nos informará que el principal de todos estos “autores” es el historiador moro, Cide Hamete Benengeli, un sujeto de poco fiar. Inicia así su genial juego de heterónimos sobre la identidad del autor, apoyándose además en el hecho de que en su época los límites que establecían los textos entre realidad y ficción no estaban tan claros como ahora. Sobre El Cid, por ejemplo, se escribían relatos con “menos elementos históricos que legendarios” [n.], e incluso con añadidos tan fantásticos como las fabulosas hazañas de los personajes de los libros de caballerías. Las historias sobre personas reales y los relatos con personajes de ficción “se narraban en libros con el título de crónica”, y a quienes escribían ambas se les llamaba historiadores. Distinguir entre novela de ficción y relato histórico documentado era casi imposible para no eruditos. Este contexto literario que tanto confundía y engañaba a los lectores es el que parodia Cervantes, utilizando sus reglas previas para elevar el Quijote, la novela, a un nuevo nivel de comprensión y juego entre realidad y ficción. “Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad”, concluye con suma ironía.  

Desdoblada la del autor, a continuación desdobla la identidad del personaje principal, Don Quijote. Explicando con mucho realismo de qué forma cayó ‘enfermo’ y en la ‘locura’. Una transformación que le hizo pasar de ser un simple hidalgo manchego (con un nombre que ni siquiera se menciona en este capítulo y un sobrenombre o apellido incierto: Quijada, Quesada o Quijana, lo que da a entender la irrelevancia social de esta identidad ‘cuerda’ o ‘sana’) a convertirse en su ‘mente’ en un famoso caballero andante como los de los libros de caballerías.  

El proceso que describe Cervantes sobre cómo entra el hidalgo en el ‘delirio’ es muy realista, pero debemos entenderlo tan solo por similitud o analogía con los trastornos que padecen las personas de carne y hueso en el mundo real. Los personajes de ficción son entes abstractos, no tienen trastornos mentales auténticos que puedan diagnosticarse, su ‘locura’ es meramente imaginaria, concebida por un autor. Que esta ‘locura literaria’ se parezca más o menos a las enfermedades reales depende del conocimiento y de la habilidad que tenga el escritor. Conocimiento (quizá por experiencia biográfica) y habilidad que en Cervantes son altísimos.  

“Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso –que eran los más del año–, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer [la hanega o fanega variaba entre media y una hectárea y media, según la calidad de la tierra; en la región de DQ, la extensión común de los campos de sembradura estaba en torno a las cinco fanegas. Los libros de caballerías eran regularmente gruesos infolios de alto costo (aunque se depreciaban mucho en el activo mercado de segunda mano); n.], y, así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y, de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas (…): «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura» (…) Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello (…) En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro [‘de la última a la primera luz’; n.], y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio [la medicina de raíz galénica consideraba el poco dormir una de las causas de que disminuyera la humedad del celebro (el cultismo cerebro, ya usado en tiempos de C., se generalizó sólo más tarde) y, por ahí, se potenciara la imaginación y fuera fácil caer «en manía, que es una destemplanza caliente y seca del celebro» (Huarte de San Juan). Por eso Don Quijote bebía «un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado» (I, 5,); n.]. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.”  

Una vez que el hidalgo manchego, insomne, pasando muchas noches en vela, inundó por completo su imaginación y su conciencia con el fantástico mundo de los libros de caballerías, con cientos de palabras y de imágenes que sin descanso se reproducían en su ‘mente’ (tan al vivo que terminó por creer que todo era real, tanto las fabulosas hazañas de los héroes como los héroes mismos), una vez que “el celebro” empezó a trastornarse, se produjo a continuación el siguiente paso en el proceso de ‘psicotización’ o división de su identidad. Un paso definitivo hacia el ‘delirio’ de grandeza que supondrá la suplantación de su ‘identidad cuerda’ (ser un anónimo hidalgo manchego) por una ‘identidad delirada’ (creer ser un famoso caballero andante).  

“En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo [no obstante, hay noticia de más de un personaje, real y literario, víctima de una locura similar a la de DQ; n.], y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república [en su sentido clásico de ‘cuerpo político de los ciudadanos, la nación’; n.], hacerse caballero andante y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.”  

¡La fama, el eterno nombre! Como se ve, una ideación de grandeza ‘delirante’ está en el origen de sus aventuras. El proyecto de Don Quijote no es solo altruista, tiene mucho de megalómano. En su ‘mente’, megalomanía y altruismo van siempre de la mano. Desde el psicoanálisis y las teorías dinámicas, un deseo bifronte de estas características suele interpretarse como una sobrecompensación psíquica de sentimientos muy depreciados respecto de la propia autoimagen, con una autoestima muy dañada próxima a la depresión. Estos sentimientos en ocasiones están motivados por la constatación de una realidad personal pobre, insignificante, anodina y anónima. ¡Por la insoportable constatación de ser un don nadie

“Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.”  

El hidalgo trastornado dejó todo previsto “como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba” [la caballería era la orden militar por excelencia y exigía profesar o hacer profesión en ella mediante unos ciertos votos; n.]. Limpió unas armas antiguas de “sus bisabuelos”, se fabricó con unos hierros y cartones un casco completo como el de los caballeros (“celada”) a partir de otro de arcabuceros que tenía en casa (“morrión”), preparó la espada que llevaba habitualmente [la única nota contemporánea en el arcaico armamento de DQ; n.], puso nombre a su flaco rocín –que ahora le parecía que “ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid” le igualaban– después de pensárselo durante “cuatro días”, y “al fin le vino a llamar «Rocinante», nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo”, se puso también nombre a sí mismo tras pensarlo durante “ocho días”, y fue el de «don Quijote» [los hidalgos no tenían derecho al tratamiento de don, cuya utilización es bastante frecuente en los libros de caballerías (aunque no en los títulos) y propia de la clase social de los caballeros en la época de DQ. En la armadura, el quijote era la pieza (no usada por nuestro hidalgo) que protegía el muslo; el sufijo -ote, que suele aparecer en términos grotescos o jocosos, se había aplicado ya a un personaje ridículo, «Camilote»; n.], al que añadió, tras acordarse como sabemos de Amadís de Gaula, el de su “patria”, quedando muy al completo: «don Quijote de la Mancha», y, finalmente, como “no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma” (más todavía que tras vencer al “gigante Caraculiambro” debería ir este como era obligado a presentar sus respetos a la dama, que dispondría de él “a su talante”), y como ocurriera, “a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni le dio cata dello”, que para más señas se llamaba Aldonza Lorenzo, “a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla «Dulcinea del Toboso» porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.”

[Frente al real Aldonza, que entonces sonaba a rústico («A falta de moza, buena es Aldonza», decía un refrán), DQ llama Dulcinea a la hija de Lorenzo Corchuelo (I, 25), porque desde antiguo Aldonza se había asociado con otro nombre de mujer, Dulce, y porque la terminación -ea, presente en los de heroínas literarias tan prestigiosas como Melibea y Cariclea, tenía un regusto peregrino o ‘inusitado, exquisito’; n.].  

La falta de límites claros en los textos de la época entre ficción y realidad, crónicas, historias e historiadores de un tipo u otro, entre literatura, literatura fantástica y lo que hoy llamamos ciencias sociales, era la causa de que en tiempos de Cervantes muchos aficionados al género que tenían poca cultura tomasen por históricos los libros de caballerías. Sin embargo, pocos como el personaje Don Quijote creían al pie de la letra en todos los superpoderes y fantasiosas hazañas de los héroes de estos libros.

¡Y ninguno, que sepamos, dio el paso de terminar creyéndose uno de ellos! ¡El más grande de todos! 

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Que trata de la condición y ejercicio del famoso y valiente hidalgo don Quijote de la Mancha

(Quijote, I, 1. RAE, 2015)

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Sobre el autor

Psiquiatra del Centro de Salud Mental "Antonio Machado" de Segovia


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