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Alfredo Barbero

Ni locos ni cuerdos

La ceremonia (capítulo 3)

Después de trastornarse su ‘mente’ leyendo sin parar por las noches, insomne, libros de caballerías; de haber suplantado en su interior la identidad ‘real’ de hidalgo pobre por la un famoso caballero andante; de salir en solitario antes del amanecer al campo abierto de La Mancha, a lomos de Rocinante, con una estrafalaria armadura creyéndose un héroe capaz de enmendar las injusticias del mundo; y de distorsionar y transformar en su ‘imaginación psicótica’ todo lo que se encuentra en el primer día de salida (haciendo de una venta, castillo, de un pícaro ventero, caballero castellano, y de dos jóvenes prostitutas, altas doncellas), la ‘realidad’ va a devolver por primera vez a Don Quijote su potente y muy cruda respuesta.  

La parodia que hace Cervantes del rito de investidura para entrar en la sagrada orden de caballería y adquirir el rango nobiliario de caballero con su código de honor, tan importante en la Edad Media y en los libros de caballerías, es inmisericorde. Tanto, que algunos cervantistas hablan abiertamente de espectáculo carnavalesco. Un despiadado espectáculo paródico que arruina ya de entrada la imagen heroica del protagonista ante el lector. Del mismo modo que la mayor parte de los personajes de la novela, los lectores no podremos en adelante dejar de ver a Don Quijote no solo como un loco trastornado o un ‘enfermo mental’, sino como un auténtico monigote carnavalesco. Así lo han interpretado y analizado ilustres cervantistas. ¡El perfecto pelele para la catártica burla colectiva! ¡El muñeco que se lleva los golpes para finalmente ser quemado, eliminado, hecho desaparecer! Con toda la significación antropológica que a estos ancestrales ritos mágicos de purificación y renovación, individual y tribal, se les suele atribuir.  

Mediante la parodia del rito de investidura como caballero del trastornado hidalgo, personaje al que sin la más mínima contemplación convierte a ojos de los demás ya desde el principio en un monigote al que dar palos, Cervantes se burla por primera vez de forma descarnada no solo de los libros de caballerías y del supuesto caballero (al que utiliza calculadamente para sus fines como una especie de ‘persona interpuesta’), sino en el fondo y sobre todo, del mundo: de sus códigos, valores, creencias, altos ideales, jerarquías, mezquindades y no pocas miserias.  

¡Pero cuidado con los palos, porque donde las dan las toman!  

“–Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo” [acorredme: ‘amparadme’; afrenta: ‘combate tras una ofensa’; desfallezca: ‘falte’; trance: ‘momento peligroso’. El párrafo, lleno de arcaísmos, evoca el léxico y los conceptos del amor caballeresco; nota al pie, n.].  

Y diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro [‘cirujano‘; n.] que le curara”.  

Un tremendo palo, en efecto. Y también se lo dio a un segundo arriero (esta vez sin mediar palabra alguna como con el anterior), porque en mitad de la noche quisieron dar de beber a sus animales, y no se les ocurrió otra cosa que quitar de la pila las sagradas armas que Don Quijote había puesto allí y estaba velando, a la luz de la luna, para ser armado caballero.

“Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero.”  

Don Quijote, después de cenar en la venta de la peculiar manera que vimos en el capítulo anterior, se sintió inquieto, desasosegado, y pidió hincado de rodillas ante el ventero (al que creía señor del castillo) que le hiciese el favor o “don” de armarle caballero tras velar sus armas durante toda la noche en la capilla de aquel castillo [el aspirante a caballero, la noche antes de ser armado, debía permanecer orando junto a sus armas colocadas sobre el altar; n.], favor este que sin duda “redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano”.  

“El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones y, por tener qué reír aquella noche, determinó de seguirle el humor”.  

Seguir la corriente a los locos para reírse de ellos, o simplemente reírse, era algo habitual en la época. Y el ventero lo hizo de lleno, asegurando que de joven él también había sido caballero andante y había recorrido muchas partes del mundo, dando para demostrarlo noticia de alguna de sus hazañas y una detallada lista de los “barrios de la mala vida de finales del siglo XVI” [n.] por los que había pasado: “Los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos [‘menores sujetos a custodia’; n.] y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes [‘compartiesen con él su dinero’; los venteros tenían fama de ladrones; n.], en pago de su buen deseo”.   

Como se ve, el ventero era un pieza de mucho cuidado. Irónicamente Cervantes le llama pícaro, ladrón y quizá algo más, pero no da a entender ni dice de manera directa que fuese un cabrón hijo puta. No lo dice ni da a entender del ventero, y no lo dice ni da a entender de ninguno de los personajes que aparecen en el Quijote. En el Quijote no hay ‘malas personas’, no hay personajes violentos, destructivos, perversos, capaces de dañar gravemente a los demás, e incluso de matar, para prevalecer o conseguir sus deseos. Esto diferencia profundamente a Cervantes de Shakespeare. En el poeta inglés el ‘mal’ y la ‘maldad’ se muestran con frecuencia, son explícitos, rotundos, no se ocultan ni disimulan. La violencia, el ego y la ambición desmedidos, capaces de destruir vidas ajenas con una frialdad y falta de empatía casi psicopáticas, aparecen en todo su esplendor en la lucha por el poder de muchos de sus personajes. Los ‘malos’ de Shakespeare son muy humanos, muy complejos, pero sus acciones son implacables. En el Quijote, la lucha abierta, agresiva, egotista, descarnada, por los propios intereses individuales y por el poder está omitida. Quizá por esto no hay ‘malos’ en el Quijote. El Quijote es un libro ‘buenista’, sus personajes son ‘buenistas’. No aparecen auténticos malvados, cabrones con pintas, todo lo más burladores maliciosos. Aunque la crudeza de la realidad se muestra en la novela de modo indirecto mediante las burlas, casi siempre dolorosas, Cervantes, como principios ético y estético para un texto que busca entretener a la mayoría, adopta una perspectiva que suaviza y hace amables las cosas. Shakespeare es un espejo de la fría lucha darwiniana de cada ser humano por sus propios intereses individuales, incluidos los que menos conviene confesar. Su reflejo de la realidad, externa e interna, es más amplio. Shakespeare muestra lo peor de la naturaleza humana, Cervantes no. Lo mejor, lo menos agresivo y destructivo de nuestra naturaleza, tiene el protagonismo en Cervantes. Pero ambos, finalmente y por fortuna, resultan entretenidos… ¡Y bastante más que entretenidos! Son dos distintos pero muy grandes espejos del mundo.  

“Preguntole si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca [‘moneda de cobre de poco valor’, ‘medio maravedí’; n.], porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba, que, puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trujeron, y, así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles”.  

El ventero era buen conocedor de los libros de caballerías, que leídos o escuchados en lecturas en grupo eran muy populares todavía a finales del siglo XVI. Le recordó que casi todos los caballeros tenían escuderos que iban bien “proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse”. Le aconsejó encarecidamente “que no caminase de allí adelante sin dineros”, y como en esta ocasión no se los podía sacar, siguió con su burla. Dijo que en ese momento no había capilla en el castillo “porque estaba derribada para hacerla de nuevo”, pero que Don Quijote podía velar sus armas en el patio. Las colocó entonces junto a un pozo, encima de la pila para beber los animales. Cogió la lanza y el escudo y empezó a pasear de un lado a otro con mucha calma, iluminado por la luna, ante la sorprendida mirada de todos. Luego llegó el primer arriero para dar de beber a su recua, y después el segundo para hacer lo mismo con sus mulos. El resultado ya lo conocemos. Los compañeros de los heridos “comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote”, pero este no se acobardó. Sin separarse de la pila “por no desamparar las armas”, les plantó cara. “El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero”. Total, que quienes terminaron asustándose fueron todos menos él. Los arrieros dejaron de tirar piedras y retiraron a sus compañeros. Don Quijote prosiguió la vela de las armas como si nada hubiese pasado.   

Al ventero la burla se le había ido de las manos contra su propio tejado (como a lo largo del Quijote le ocurrirá a muchos otros personajes burladores), de modo que decidió terminar a toda velocidad con la ceremonia “y darle la negra orden de caballería” antes de que ocasionase males mayores. Y puesto que “todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo” [pescozada era el golpe que se daba con la mano abierta o con la espada de plano sobre la nuca del que iba a ser armado caballero; el espaldarazo se daba con la espada sobre cada uno de los hombros del novicio. El hecho de que con eso bastara para ser armado caballero en caso de urgencia está documentado históricamente; n.], y como llevaban ya más de cuatro horas en vela con aquel jaleo cuando “con solas dos horas de vela se cumplía”, sin perder un segundo pidió a un muchacho que trajese una vela, cogió un libro en el que anotaba la paja y cebada que vendía a los arrieros, llamó a las dos “doncellas” del castillo, y acto seguido le “mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada, un gentil espaldarazo, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba”. La Tolosa, “hija de un remendón natural de Toledo”, a la que Don Quijote pidió “le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase «doña Tolosa»”, le ciñó la espada. Y La Molinera, “hija de un honrado molinero de Antequera [los molineros tenían fama de ladrones, y las molineras, por su parte, de ser ligeras de cascos; n.]; a la cual también rogó don Quijote que se pusiese don y se llamase «doña Molinera»”, le calzó la espuela. [La espada y las espuelas eran los símbolos del caballero; n.].  

“Todo se lo creyó don Quijote”. Excitado, ansioso, abrazó al “castellano” para agradecerle la inmensa “merced” que le había hecho nombrándole caballero. Se despidió con muchos parabienes y montó veloz sobre Rocinante a la del alba. Aun estando admirado por “tan extraño género de locura”, el ventero, “por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora” [‘en hora buena’, italianismo; n.].  

Un pícaro ladrón de ancho currículum y larga trayectoria, y dos prostitutas, armaron caballero a Don Quijote en una perdida venta manchega. Tuvieron que esforzarse mucho “para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya”. La parodia de la sagrada orden de caballería y su alto código de honor, la parodia del personaje Don Quijote convertido en un peligroso, por imprevisible, pelele de carnaval, y en el fondo, la parodia del mundo, no pueden ser más descarnadas.

 

Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero

(Quijote, I, 3. RAE, 2015)

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Sobre el autor

Psiquiatra del Centro de Salud Mental "Antonio Machado" de Segovia


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