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Alfredo Barbero

Ni locos ni cuerdos

La primera, en la frente (capítulo 4)

¡Y la segunda por todo el cuerpo!  

El primer acto profesional de Don Quijote tras ser investido ‘oficialmente’ a toda velocidad caballero andante en la venta, puede entenderse como una irónica lección de cruda realidad para todos aquellos que a lo largo de la Historia se han propuesto de manera idealista y / o revolucionaria acabar con las injusticias de este mundo. El segundo, le acarreará una somanta de palos.  

“La del alba sería [‘la hora del alba’; el antecedente es la palabra hora con que acaba el capítulo anterior; nota al pie, n.] cuando don Quijote salió de la venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero”.  

Pero de inmediato se puso a pensar en los consejos que le había dado el ventero (el supuesto caballero del presunto castillo que creyó ver) relativos a la conveniencia de llevar siempre dinero, camisas limpias y acompañarse de un escudero. Y decidió sin más volver a su casa y lugar para proveerse de todo. Pensó que como escudero podría contratar a “un labrador vecino suyo que era pobre y con hijos” [es la primera alusión a la figura de Sancho Panza. De hecho, Sancho no cumple ninguna de las condiciones para ser escudero de un caballero andante: no es hidalgo, es pobre y excesivamente viejo para recibir enseñanzas; n.].  

Al poco oyó quejarse unas voces que salían “de la espesura de un bosque que allí estaba” [el bosque es uno de los escenarios típicos de las aventuras novelescas; n.]. Agradeció al cielo la temprana oportunidad que le daba para empezar a cumplir con su obligación de socorrer a los menesterosos, según las reglas de la orden de caballería. Y también para recoger “el fruto de mis buenos deseos”. Es decir: ¡la fama!

Un labrador de buen aspecto estaba azotando con un cinturón a un muchacho de unos 15 años atado a una encina, desnudo de cintura para arriba. “Y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo” para que tuviese más cuidado al guardar las ovejas, pues, según aseguraba, “cada día me falta una” [en las Novelas ejemplares Cervantes cuenta que los zagales se comían los corderos y echaban la culpa al lobo, o decían que se habían perdido o desgraciado; n.].  

Don Quijote se dio cuenta que el labrador tenía una lanza apoyada en la encina y pensó que era un caballero, pero lo cierto es que a finales del siglo XVI era habitual “salir armado al campo o al camino, sobre todo con lanza” [n.]. Se llamaba Juan Haldudo el rico, natural de Quintanar de la Orden; y el muchacho, Andrés, era su criado. Nuestro recién investido caballero andante tomó partido por el chaval, que recriminaba a su amo no haberle pagado “la soldada” de nueve meses, un total de “sesenta y tres reales”. Ordenó al labrador que si no quería verse atravesado por su lanza, le desatase de la encina y le pagase lo que le debía. El rico intentó sin éxito descontar el coste de “tres pares de zapatos” y “dos sangrías” que había pagado al muchacho cuando estuvo enfermo [normalmente los gastos médicos y la vestimenta de trabajo eran obligación del amo; la sangría era un procedimiento curativo que consistía en hacer una incisión en la vena para sacar el exceso de sangre (es decir, el humor) considerado como la causa de la enfermedad; junto con la purga, era uno de los métodos más utilizados en la medicina oficial de la época; n.], pero DQ no aceptó el descuento debido a la sangre “sin culpa” de los azotes que ya le había dado. El labrador dijo entonces: “El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros”. Don Quijote le hizo jurar que al llegar a casa le pagaría. Y pese a advertirle Andrés que su amo no era caballero, aceptó la palabra del labrador, bajo pena de volver y castigarle. Dejó así a ambos en aquel bosque y se marchó muy contento, convencido de que había enmendado una gran injusticia en esta su primera acción como caballero andante y justiciero. ¡Pero ‘la realidad’ no fue en absoluto como pensaba y creía! Nada más perderle de vista, el rico Juan Haldudo [haldudo, como adjetivo referido a personas, vale por ‘taimado, hipócrita’; n.] ató de nuevo al criado a la encina y le dio muchos más azotes de los que tenía previstos. Y encima se burló diciendo que fuese a contarle todo a aquel alocado “desfacedor de agravios y sinrazones”, como él mismo se había declarado, cosa que el joven aseguró que en efecto haría. “Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo”.   

“Cada uno es hijo de sus obras”, aseguró Don Quijote, que “con gran satisfación de sí mismo iba caminando hacia su aldea”. De nuevo hablaba solo y “a media voz” sobre lo orgullosa que podía sentirse Dulcinea del Toboso, y sobre la fama y nombre que por esta primera hazaña y otras venideras creía ya poseer, “como todo el mundo sabe”

Absorta por completo su ‘mente’ en las lecturas que había realizado, “llegó a un camino que en cuatro se dividía” [situación frecuente en los libros de caballerías; la encrucijada de caminos, en el folclore universal, es el punto en que el héroe se enfrenta con su destino; n.]. Como ocurría con frecuencia en esos libros, “soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya”. Rocinante siguió la querencia hacia su aldea, y al poco se encontraron con “unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia”. Traían quitasoles y un pequeño séquito de criados y mozos de mulas. Don Quijote recompuso un ademán altivo, les esperó en medio del camino, y les pidió que se detuvieran y reconociesen que no había en el mundo una doncella más hermosa que “la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso”. “Por la figura y por las razones (…) echaron de ver la locura de su dueño”. Uno de ellos, calificado por Cervantes como “un poco burlón y muy mucho discreto” (entendiendo la discreción en el sentido de ser ‘juicioso, sagaz e ingenioso’ que tenía en los siglos XVI y XVII [n.]), quiso divertirse siguiéndole la corriente y pidió que les mostrase a “esa buena señora”: para verla, comprobar lo hermosa que era, y así poder reconocerlo. ¡Todo un Santo Tomás!  

“–Si os la mostrara –replicó don Quijote–, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender [son las obligaciones que impone la fe a todo cristiano; n.]; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia [estos apelativos se aplican a la raza de los gigantes y, por metáfora, a los desalmados y descreídos; n.]. Que ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo.”  

Don Quijote es un creyente extremo: en términos religiosos, su fe es propia de un beato o de un fanático; y respecto de los libros de caballerías, su creencia es ‘delirante’. Cervantes, en cambio, es un escéptico. Un escéptico muy irónico, esto sí, que constantemente demuestra una genial ironía incluso con su propio escepticismo. Lo que da lugar a pensar que, en buena medida, don Miguel era también creyente: un creyente laico respecto de la naturaleza humana; y un creyente religioso como seguidor del humanismo cristiano. El Quijote no es un libro nihilista ni un relato de desesperanza. El escepticismo de Cervantes siempre está matizado con pensamientos y emociones de diverso signo. A pesar del crudo realismo con que se topan los más altos y nobles ideales, a pesar de las constantes burlas, palos, decepciones y derrotas, el texto cervantino transmite también ilusión y esperanza. Cervantes no es Shakespeare. El realismo del poeta inglés sobre la naturaleza humana es claramente más estético, descreído e implacable. Shakespeare ve un bello vaso a la mitad, Cervantes un vaso corriente medio lleno. Y los dos nos enseñan mucho sobre el mundo y sobre nosotros mismos.  

El Santo Tomás toledano tenía bastante más de malicioso bromista que de discreto. Siguió burlándose del estrafalario caballero diciendo que no podían declarar la superior belleza de Dulcinea del Toboso porque esto iría en detrimento de “las emperatrices y reinas del Alcarria y de la Estremadura”. Pero aunque Dulcinea fuese tuerta y el otro ojo le supurase, si les mostraba un retrato estaban muy favorables a declarar que era la más hermosa. Don Quijote montó en cólera y embistió al chistoso mercader, que tuvo la gran suerte de que Rocinante tropezara dando en el duro suelo con el caballero andante. No podía levantarse, aunque tampoco “cerraba la boca, amenazando al cielo y a la tierra”. Un mozo de mulas, “oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias”, rompió su lanza en pedazos y le molió a palos con ellos.   

De este modo terminó sus dos primeras heroicas acciones Don Quijote, recogiendo muy amargos frutos. Un loco cincuentón burlado y apaleado sin piedad desde el primer momento en aras de hacer reír a los lectores, utilizado por Cervantes como un auténtico monigote. Sin embargo, la dignidad humana que mediante su magistral sentido irónico del humor don Miguel empieza a otorgar al personaje, por encima del ridículo, le hará grande.

“Y aun se tenía por dichoso, pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía a la falta de su caballo.” 

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De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta

(Quijote, I, 4. RAE, 2015)

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Sobre el autor

Psiquiatra del Centro de Salud Mental "Antonio Machado" de Segovia


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