La biblioteca de Don Quijote, aunque no inabarcable como La biblioteca de Babel de Borges –quizá infinita y eterna–, era bastante extensa.
Muy pocas personas en su época, incluidos los nobles, disponían de una biblioteca con tantos volúmenes. Se componía de “más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños” [‘tomos en folio encuadernados en pasta’; para la época, una biblioteca de cien infolios y otros muchos de tamaño menor era considerable. El aprecio del hidalgo por ellos y el dinero gastado se muestra en el decir que están muy bien encuadernados, no protegidos simplemente, pues, con las habituales cubiertas de pergamino; nota al pie, n.]. Por tanto, más de cien grandes tomos de libros de caballerías encuadernados, para cuya compra tuvo que vender “muchas hanegas de tierra de sembradura” (I,1), y muchos otros pequeños. Según lo que Don Quijote dirá en el capítulo 24, en total pasaba de los 300 volúmenes. Algo completamente inusual y que acreditaba a Don Quijote como gran lector. Una biblioteca muy extensa, sí, pero no tanto variada, porque la única temática además de la caballeresca era la poesía (sobre todo novelas pastoriles y algo de poesía épica).
En los tiempos predigitales y pre-internet de la ‘galaxia Gutenberg’, es decir, hasta hace muy pocos años y a lo largo nada menos que de casi seis siglos, se podía afirmar con bastante certeza que por su biblioteca se conoce a la persona. Por la biblioteca, por la ausencia de biblioteca, por la cantidad de libros, y sobre todo por los contenidos temáticos. En el caso del hidalgo manchego: poesía épico-amorosa y libros de caballerías… ¡un cóctel perfecto como trampolín hacia las nubes! Y un poderoso indicio también de que Don Quijote ya antes de leer todos esos libros, y por tanto de ‘trastornarse’, de ‘enfermar’, tendía a: 1) el idealismo platónico, 2) un ingenuo sentimentalismo, 3) el purismo cristiano, y 4) el puritanismo moral.
A esta biblioteca la consideran todos, la sobrina, el ama y sus dos mejores amigos, el señor licenciado Pero Pérez, el cura, y maese Nicolás, el barbero, la culpable del trastorno, pérdida de juicio o locura de Don Quijote (que así entendían ellos su estado mental), siendo sentenciada por unanimidad a perecer en la hoguera. Frente las creencias más fantásticas, inverosímiles y absurdas contenidas en “los libros autores del daño”, ¡auto de fe!, sin contemplaciones. O mejor dicho, si hubo consideración, porque el cura y presidente del ‘tribunal’, en contra del estricto criterio de la sobrina y del ama que querían quemarlos todos, “porque todos han sido los dañadores”, dijo que no se hiciese una condena general “sin primero leer siquiera los títulos”, pues “podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego” [se continúa la alegoría del acto público, y ahora sí de Inquisición, que se había iniciado en I, 5; n.]. Con esta razonable actitud del cura, la biblioteca fue sometida a un escrutinio por su parte y por parte del barbero (ambos leídos en libros de caballerías) que tuvo más de crítica literaria que de juicio moral, lo que permitió salvar unos pocos de “aquellos inocentes”. Veamos.
De los 29 libros examinados, 14 de caballerías y 15 de poesía o novelas pastoriles, fueron sentenciados a la hoguera 10 de los primeros y solo 5 de los segundos. Se salvaron por tanto 14 libros, casi el 50% de los examinados. El resto sufrió pena de fuego, aunque la causa no fue tanto la severidad literaria y moral del presidente del tribunal sentenciador y de su ayudante, como el cansancio. Después de hablar y enjuiciar esos 29 libros, el cura y el barbero estaban fatigados, además de no disponer ya de tiempo. Los libros perecieron más por la premura de la situación que por un riguroso juicio. Lo que exculpa en parte a aquel improvisado ‘tribunal inquisitorial’. Cervantes utiliza en todo este episodio un lenguaje muy parecido al de la Inquisición auténtica, real, y esto ha hecho pensar a algunos cervantistas que el escritor no solo parodia los libros de caballerías, equiparándoles con herejes que merecen ir a la hoguera, sino a la misma Inquisición y sus férreos tribunales.
Más que en los condenados al fuego eterno, como Las sergas de Esplandián, Amadís de Grecia, por las “endiabladas y revueltas razones de su autor”, Don Olivante de Laura, por “disparatado y arrogante”, o Florismarte de Hircania, debido a la “dureza y sequedad de su estilo”, merece la pena fijarse en los salvados y en sus porqués de salvación.
El primero fue el Amadís de Gaula, al que Cervantes por boca del cura considera el primer libro de caballerías impreso en España (lo que no es exacto según nota al pie, porque hubo antes una impresión en catalán del Tirant lo Blanc). No le salva el cura, sino el barbero. Este es el diálogo que mantienen ambos:
“–Según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y, así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin escusa alguna condenar al fuego.
–No, señor –dijo el barbero–, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
–Así es verdad –dijo el cura–, y por esa razón se le otorga la vida por ahora.”
El segundo es el Palmerín de Inglaterra, esta vez por razonamiento del cura:
“–Esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los despojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta Homero [se cuenta que Alejandro Magno tenía una copia de la Ilíada corregida de mano de Aristóteles, a la que llamaba «la Ilíada de la caja», que ponía bajo su cabecera junto con la espada; n.]. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno; y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal. las razones, cortesanas y claras, que guardan y miran el decoro del que habla, con mucha propriedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás, que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.”
Previamente, Don Belianís de Grecia, que el barbero también propuso salvar, fue sentenciado por el cura a causa de la “demasiada cólera suya”, que bien merecía ser purgada con “un poco de ruibarbo”, a permanecer en casa de maese Nicolás, sin dejárselo leer a nadie [la Iglesia podía dar permiso a determinadas personas para tener libros incluidos en los Índices de libros prohibidos, pero siempre con la condición de que no se prestasen ni se dejasen leer a nadie si no constaba el consentimiento expreso de la autoridad eclesiástica correspondiente; n.]. “Don Belianís de Grecia fue escrito por Jerónimo Fernández, quien atribuye el texto al sabio griego Fristón” [n.]. Un claro antecedente de la atribución que Cervantes hará más adelante de la “verdadera historia” de don Quijote de la Mancha al “historiador” moro, Cide Hamete Benengeli. En algún momento de las frenéticas lecturas que en el Capítulo Primero supimos que realizaba insomne por las noches, Don Quijote pensó en hacerse escritor y terminar de contar las hazañas y aventuras inacabadas de este caballero, pero finalmente decidió pasar a la acción de las armas para que otros más diestros con la pluma escribiesen las suyas.
El ama estaba tan contenta con el dictamen final del cura de quemar todos los demás libros de caballerías, que cogió de golpe un montón para tirarlos al patio, y entonces se le cayó uno. ¡Era nada menos que la Historia del famoso caballero Tirante el Blanco! [Obra de Joanot Martorell, se publicó en catalán por primera vez en 1490. Cervantes hubo de conocer la traducción castellana anónima (Valladolid, 1511) y sin nombre de autor; el libro debía de ser muy raro: de ahí la reacción del cura; n.].
“–¡Válame Dios –dijo el cura, dando una gran voz–, que aquí está Tirante el Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros deste género carecen (…) Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.”
Salvado Tirante, el barbero preguntó por los “pequeños libros que quedan”, que eran los de poesía y novelas pastoriles. La primera intención del cura fue salvarlos a todos:
“–Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento sin perjuicio de tercero.”
Pero entonces protestó la sobrina:
“–¡Ay, señor! –dijo la sobrina–, bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor [como de hecho ocurre en el capítulo 72 de la Segunda parte, ya muy cerca del final de la novela, con Don Quijote derrotado en la playa de Barcelona y de vuelta a su lugar] y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza.” [Era un lugar común de la literatura satírica considerar a los poetas como locos o inútiles; n.].
El cura reconoció el riesgo, salvando solo algunos. El primero, La Diana de Jorge de Montemayor [se trata de Los siete libros de la Diana, la más antigua novela pastoril escrita en castellano y modelo de todas las del género; n.], si bien expurgado de los versos y de los remedios de la sabia Felicia y su “agua encantada” para enamorados. “Quédesele enhorabuena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros”. El segundo, La Diana de Gil Polo [se refiere a La Diana enamorada (Valencia, 1564); la calidad de prosa y verso, así como el modo de afrontar éticamente los problemas eróticos, hacen que sea una de las más interesantes novelas del siglo XVI; n.]. Luego, Los diez libros de Fortuna de amor de Antonio de Lofraso, por “gracioso” y porque “por su camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo, y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto”. También se salvaron, al decir el cura que “son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia”, La Araucana, de Alonso de Ercilla [el mejor y más famoso de los poemas épicos en castellano: se editó en tres partes entre 1569 y 1589, completo en 1590; en él se relatan episodios de la conquista de Chile; n.], La Austríada, de Juan Rufo [poema épico editado en 1584, trata de las hazañas de don Juan de Austria, entre ellas la victoria de Lepanto, en la que participó C.; n.], y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, pidiendo que estos tres libros se guardasen “como las más ricas prendas de poesía que tiene España”.
A continuación el cura salvó tres novelas pastoriles escritas por otros tantos amigos suyos, siendo la tercera… ¡La Galatea, de Miguel de Cervantes!
“–Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención: propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete: quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
–Que me place –respondió el barbero–.”
La segunda parte de La Galatea nunca se publicó, pero la ironía de Cervantes al considerarse por boca del cura como “gran amigo” de sí mismo desde hacía muchos años, y al meterse en la ficción como autor real y ‘personaje’ para ser juzgado junto a su novela pastoril en este selecto escrutinio literario, es espléndida, inmejorable.
El cura estaba ya muy cansado y decidió que el resto de los libros fuesen a la hoguera. Aunque en el último momento salvó, por su aprecio por el poeta, Las lágrimas de Angélica.
No siendo eterna ni infinita como, quizá, La biblioteca de Babel de Borges, la biblioteca de Don Quijote salvada, ¡libros de caballerías incluidos!, es sin duda importante cualitativamente. Los “más de trecientos libros” que cuando se encuentre con Cardenio en el capítulo 24 dirá que tiene y que son “el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida”, pueden seguir siéndolo porque permanecerán en su memoria. El apenas 5% de la biblioteca que se salva, puede serlo aún de todos los lectores. Sin olvidarnos de un libro que Don Quijote no tenía y cuya existencia conocerá en la Segunda parte: ¡¡el Quijote!!
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Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo
(Quijote, I, 6. RAE, 2015)
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