El paródico ‘auto de fe’ literario al que fue sometida la biblioteca de Don Quijote en el capítulo anterior, se produjo mientras el caballero andante dormía profundamente, ya en su casa, después de ser molido a palos con su propia lanza rota en pedazos por uno de los mozos de mulas de los mercaderes toledanos que se dirigían a Murcia a comprar seda.
¡Estando despierto nadie se hubiera atrevido a tan osado escrutinio, por muy donoso que fuese!
El presente capítulo comienza con un episodio que pudiera interpretarse como la presencia sintomática de ‘alucinaciones visuales’ en la ‘mente’ de Don Quijote. Cuando el juicio crítico del tribunal formado por el cura y el barbero, con el brazo ejecutor de la sobrina y el ama, iba tocando a su fin, le oyeron dar voces en su aposento. Se acercaron todos y pudieron comprobar que “estaba levantado de la cama y proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a todas partes”. Creía que en ese momento participaba en un torneo entre caballeros, y que su bando, al que identificaba con los Doce Pares de Francia, iba perdiendo. También decía ser Reinaldos de Montalbán, molido con el tronco de una encina por Roldán u Orlando debido a su “envidia, porque ve que yo solo soy el opuesto de sus valentías”.
Hay un tipo de alucinaciones visuales en la clínica psicopatológica real que se presentan en el breve periodo de tránsito de la vigilia al sueño, antes de quedarnos dormidos, normalmente por la noche, y, en sentido inverso, en el tránsito del sueño a la vigilia, antes de despertar por completo, a medianoche o por la mañana. Se llaman, respectivamente, alucinaciones hipnagógicas y alucinaciones hipnopómpicas. No aparecen solo en el contexto de los trastornos psicóticos (esquizofrenia, trastorno delirante, etc.), sino con frecuencia en situaciones de alto estrés y ansiedad. Lo que le ocurre a Don Quijote al despertarse creyendo que está en medio de un combate entre caballeros andantes, hace pensar por deducción que allí mismo, en su aposento, podría, más que imaginado, haber visto a esos caballeros. De ser así, en tales momentos pudo haber tenido las que hemos llamado alucinaciones hipnopómpicas del despertar. Naturalmente, esto lo decimos por semejanza o analogía de la construcción literaria de Cervantes, que es muy realista, con la psicopatología real de las personas de carne y hueso, porque ya sabemos todos de sobra que los personajes de ficción no padecen ni pueden padecer trastornos mentales auténticos. Y si algún lector se despista un poco o su imaginación llega a ser abducida por el texto cervantino como para creer que sí, le aconsejaríamos que pida consulta cuanto antes, porque pudiera estarle pasando con el Quijote lo mismo que le pasó al hidalgo manchego con los libros de caballerías (es broma, claro).
La muy activa locura de Don Quijote, a pesar de haber dormido, dejó admirados a todos, e hizo que el ama quemase aquella misma noche “cuantos libros había en el corral y en toda la casa”. Pagando justos por pecadores al arder algunos que “merecían guardarse en perpetuos archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador”. El cura y el barbero pensaron en añadir además otro remedio, que fue el de tapiar la estancia donde habían estado todos esos libros, porque “quizá quitando la causa cesaría el efeto”. La biblioteca de Don Quijote sufrió así un doble castigo: el inquisitorial de la hoguera, y el pagano que también sufrió la joven Antígona. Muy triste final para una biblioteca, desde luego, aun cuando a los lectores nos queda el consuelo contradictorio de que todos aquellos libros iban a permanecer vivos, a pesar del daño que le causaban, en la ‘mente’ y la memoria del caballero. Desapareció su biblioteca física, pero de ningún modo la ‘biblioteca mental’ de Don Quijote.
“De allí a dos días, se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros”. Decidieron decirle que “un encantador” se los había llevado todos, y también el aposento. Que una noche se presentó y declaró tenerle una “enemistad secreta”, justo antes de salir volando por el tejado y dejar la casa llena de humo. Algo que Don Quijote aceptó sin la menor duda, atribuyendo lo ocurrido al sabio Frestón, que favorecía a un caballero al que él iba a vencer en el futuro a pesar de todas las artes del encantador.
El tratamiento intuitivo que aplicaron el cura, el barbero, la sobrina y el ama creyendo poder mejorar así la ‘enfermedad mental’ del hidalgo manchego (primero, haciendo desaparecer la biblioteca; y segundo, dando una explicación que seguía la corriente de su caballeresco ‘delirio’), no hizo sino activar en él una segunda creencia delirante con ideas de perjuicio y persecución, un ‘delirio paranoide’. Este segundo ‘delirio’ o segunda ‘ideación delirante’ que empieza ahora, será utilizada por el hidalgo ‘enfermo’ como autojustificación ‘psicótica’ proyectiva e interpretación de todos sus fracasos en el mundo ‘real’ en que va a tener las aventuras. Por esto, siempre que pierda en sus combates o las cosas le salgan mal, dirá que ha sido por culpa de los encantadores que le persiguen y le tienen envidia. Ambos ‘delirios’, el de grandeza y el paranoide, permanecerán activos a partir de este momento durante toda la Primera y Segunda partes del Quijote.
Durmió Don Quijote “dos días” más, al cabo de los cuales pasó otros quince “muy sosegado”, sin dar la impresión de volver a sus locuras. Pero fue una impresión errónea, pues durante ese tiempo lo que hizo fue preparar su segunda salida. “El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este artificio no había poder averiguarse con él”. Aunque al final, el hidalgo fue más listo y no dejó que le averiguasen.
“En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien –si es que este título se puede dar al que es pobre–, pero de muy poca sal en la mollera [‘de muy poco juicio’; mollera: ‘la parte superior de la cabeza’. Irónicamente, Cervantes presenta al escudero de DQ como muy diferente de los escuderos de las ficciones caballerescas; n.]. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano [‘labrador, habitante del lugar’; n.] se determinó de salirse con él y servirle de escudero. Decíale entre otras cosas don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula [la forma culta de ‘isla’, que aparece en los libros de caballerías; n. ], y le dejase a él por gobernador della [propiamente, el gobernador era el delegado del rey con funciones gubernativas y militares; n.]”.
Por supuesto, el labrador era Sancho Panza, ¡el gran Sancho Panza!, cuyo nombre aparece por primera vez en el texto del Quijote [Sancho es nombre que figura en el refranero, desde época medieval, junto a un burro («Hallado ha Sancho su rocín», «Allá va Sancho con su rocino»), o por su modo de hablar o callar («Al buen callar llaman Sancho», «Llamarse Sancho»: ‘ser sabio y prudente’); Panza lo llaman porque era barrigón, con piernas largas; n.]. El ya flamante escudero dijo a su amo que “pensaba llevar un asno que tenía muy bueno”, porque no estaba acostumbrado a caminar mucho. Don Quijote no recordaba a ningún escudero de los libros de caballerías que llevase asno, pero aceptó pensando en darle el caballo, es decir, una “más honrada caballería”, del primer caballero que venciese. Reunió luego una considerable cantidad de dinero, se proveyó de camisas, pidió prestado a un amigo un escudo redondo, una “rodela” (de la adarga no se supo más), y a Sancho que el asno llevase alforjas, todo como le había aconsejado en su primera salida el ventero, al que creyó “caballero castellano” de un resplandeciente “castillo”.
“Todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los buscasen. Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota [‘rumbo’, ‘derrotero’; n.] y camino que el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo [‘alumbrarles oblicuamente, de lado’, por hallarse el sol muy bajo; n.] los rayos del sol no les fatigaban.”
En la primera conversación entre Don Quijote y Sancho Panza, caminando ya los dos por La Mancha en busca de aventuras, el escudero quiso dejar bien claro al amo desde el principio las condiciones de su ‘contrato’:
“–Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido, que yo la sabré gobernar, por grande que sea.”
Don Quijote le tranquilizó diciendo que no solo gobernador de una ínsula (como en el caso de Amadís de Gaula, que dio el señorío de la Ínsula Firme a su escudero Gandalín en pago de sus servicios [n.]), sino mucho más, pues “si tú vives y yo vivo bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese otros a él adherentes que viniesen de molde para coronarte por rey de uno dellos”.
Sancho atemperó entonces su explícita ambición de dinero y poder, muy diferente a la ambición de fama y renombre de Don Quijote (que forma parte de una ‘megalomanía altruista’, mientras que la del rústico labrador es una ambición muy cuerda y humana). ¿O en el fondo quizá ambas no son tan distintas…? Echó mano como excusa de su “oíslo” [‘persona con la que se tiene trato de confianza’; se empleaba sobre todo para dirigirse a la esposa; n.], Juana Gutiérrez [la mujer de Sancho recibe distintos nombres a lo largo de la novela: un poco más abajo se la llama Mari, y en otros lugares Teresa Panza, Cascajo o Sancha; n.], diciendo:
“–Tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.”
Don Quijote le respondió que no se conformase con poco: “No apoques tu ánimo tanto”. Luego, muy contentos de verse libres y con un futuro más que prometedor, siguieron el camino.
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De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha
(Quijote, I, 7. RAE, 2015)
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