El episodio más icónico y famoso de todo el Quijote, el de los molinos de viento, dibujado y pintado miles y miles de veces por miles y miles de artistas, acuñado como una de las imágenes-símbolo más recordadas de la historia de la Literatura, igual que la de Hamlet con la calavera o el caballo de madera entrando en Troya, y grabado desde hace varios siglos en el ‘imaginario colectivo’ de millones de lectores y no lectores de todo el mundo, Cervantes lo despacha de modo muy rápido, casi en un pispás.
Es su comienzo y ocupa menos de ¼ del Capítulo VIII de la Primera parte. Con un ebook o lector digital la extensión del texto depende del tamaño de letra que tengamos, pero por ejemplo serían 6 páginas de un total de 27 del capítulo 8 si contamos hasta el momento en que Don Quijote (muy dolido tras la caída, aunque sin quejarse como correspondía a un caballero) se encamina con Sancho Panza hacia Puerto Lápice.
La potencia mnémica de los iconos universales de la Literatura es por completo ajena a la extensión del texto del que proceden. Una imagen puede valer o no más que mil palabras, pero desde luego algunas imágenes son capaces de compendiar miles y miles de palabras, tanto si proceden del mundo real como del imaginario.
“En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que ésta es buena guerra [‘guerra justa’, en la que era lícito quedarse con el botín; nota al pie, n.], y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.
–¿Qué gigantes? –dijo Sancho Panza. –Aquellos que allí ves –respondió su amo–, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
–Mire vuestra merced –respondió Sancho– que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.
–Bien parece –respondió don Quijote– que no estás cursado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas:
–Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.”
Sancho Panza veía correctamente la ‘realidad literaria’ creada en este momento por el narrador, por Cervantes, mientras que Don Quijote iba “puesto”, con una certidumbre total, en que lo que estaba viendo eran gigantes y no molinos de viento. ¿Cómo interpretar ‘psicopatológicamente’ lo que ocurre en este episodio en la ‘mente’ de Don Quijote?
Las alucinaciones son un trastorno de la percepción del mundo físico. Esta percepción se realiza por medio de nuestros cinco sentidos. Por tanto, se pueden producir alucinaciones visuales, auditivas, gustativas, táctiles y olfativas. El trastorno consiste en la percepción puramente mental de un objeto o estímulo que no tiene existencia real en el mundo físico empírico. Es una percepción falsa, inventada, que solo existe en la mente del sujeto afectado. Las demás personas no perciben nada, ni imágenes, ni voces, ni sonidos, ni olores, etc. Se diferencian de las ilusiones perceptivas en que en este segundo tipo de trastorno de la percepción, que es menos grave, sí existe algún objeto o estímulo reales en el mundo físico, pero la mente de la persona afectada se confunde y los interpreta e identifica de manera errónea. En este caso, el resto de las personas perciben correctamente el objeto que existe en la realidad. Son dos formas de trastorno de la mente, cuyo origen está en disfunciones o anomalías del cerebro.
Al existir molinos de viento en la situación narrativa descrita por Cervantes en este episodio del Quijote (algo de lo que dejan constancia en el texto tanto el personaje cuerdo Sancho Panza como el propio narrador), su transformación en gigantes en la ‘mente’ de Don Quijote equivaldría a lo que en la psicopatología real que padecen las personas de carne y hueso se llama ilusión visual. No sería, por tanto, una alucinación –como en muchas ocasiones se dice– al existir un objeto ‘real’ en el entorno ‘físico’: los molinos.
“Levantose en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:
–Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo.”
Sancho Panza fue a socorrerle y a intentar de nuevo que aceptase la evidente ‘realidad’ de que aquellos eran molinos de viento, no gigantes. Y el caballero dijo:
“–Calla, amigo Sancho –respondió don Quijote–, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.”
“Yo pienso, y es así verdad”. Esta fórmula que Cervantes utiliza con frecuencia [n.] expresa muy bien la total certidumbre que las personas que padecen trastornos psicóticos (es decir, principalmente alucinaciones, ilusiones y delirios; las dos primeras son trastornos de la percepción, mientras que los segundos son trastornos del pensamiento, de las ideas) tienen respecto de la completa realidad de sus creencias, ideas y percepciones. Su convicción es absoluta, no admite duda ni crítica. Por esto, además de estar mentalmente enfermos, no tienen conciencia de enfermedad. Y no quieren realizar tratamientos. Estas personas no admiten que tengan un trastorno en su mente, y creen con total seguridad que son todos los demás los que se equivocan. Solo cuando la medicación antipsicótica (básicamente, antidopaminérgicos que descienden los niveles cerebrales elevados de dopamina, uno de los principales neurotransmisores) empieza a hacer efecto y con ello a recuperarse la capacidad mental llamada juicio de realidad, aparece gradualmente la conciencia y la autocrítica respecto de sus anteriores ideas y percepciones.
En el caso de Don Quijote eso no ocurrirá hasta el último capítulo, el capítulo 74 de la Segunda parte, poco antes de morir. Pero nunca debemos perder de vista que Don Quijote es un personaje literario, no un caso clínico real. El diagnóstico es un proceso técnico que se produce en la realidad. A los personajes de las obras de ficción no se les pueden diagnosticar enfermedades físicas ni mentales. Sus trastornos o enfermedades son solo construcciones lingüísticas, imaginarias, creadas por un escritor (con mayor o menor realismo). Lo único que podemos hacer los profesionales de la salud –en el caso de que tratamos, los psiquiatras y psicólogos– es intentar encontrar semejanzas o analogías con la clínica y la psicopatología reales. No estamos por tanto en un proceso de diagnóstico clínico, sino en una especie de juego, de análisis técnico-lúdico. En el que siguiendo el ejemplo de don Miguel, tampoco eludiremos el sentido del humor y la ironía.
Hacia Puerto Lápice se fueron caballero y escudero por ser un lugar muy transitado en el camino real de La Mancha a Andalucía [n.], donde pensó Don Quijote (un poco inclinado por el dolorimiento de la caída) que podrían encontrar muchas aventuras. Sancho le seguía detrás a sus anchas, comiendo, empinando la bota y muy contento al saber que como escudero él sí podría quejarse cuanto quisiera de sus dolores. Pasaron aquella noche entre unos árboles. Arrancó Don Quijote un ramo seco en el que puso el hierro de su lanza rota. No durmió nada pensando en Dulcinea, “por acomodarse a lo que había leído en sus libros”, ni tampoco quiso comer ni cenar, pues “dio en sustentarse de sabrosas memorias”. Sancho, con el estómago lleno, durmió de un tirón. A la mañana siguiente retomaron el camino y llegaron a Puerto Lápice a las tres de la tarde. El caballero advirtió al escudero que nunca le ayudase en sus combates contra otros caballeros, porque las leyes de caballería lo impedían. Solo podía prestarle ayuda si “los que me ofenden es canalla y gente baja”. Sancho respondió:
“–Vuestra merced será muy bien obedecido en esto, y más, que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos ni pendencias. Bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle.”
Aparecieron en el camino dos frailes de la orden de San Benito sobre mulas, y detrás un coche escoltado por varios caballeros y mozos que transportaba “una señora vizcaína [‘vasca’; n.] que iba a Sevilla”, desde donde partiría con su marido hacia “las Indias” [‘America’; n.]. Don Quijote interpretó de manera ‘delirante’ la identidad de aquellos viajeros, creyendo que los frailes “deben de ser y son sin duda algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche”. Lo pensó y creyó de esa manera con total certidumbre. Y sin perder un minuto pese a las nuevas realistas advertencias que Sancho Panza le hizo (que despachó con un: “lo que yo digo es verdad”, y un: “sabes poco de achaque de aventuras”), pasó a la acción. Los frailes trataron de explicar quiénes eran, pero el caballero andante no estaba para excusas:
“–Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla –dijo don Quijote.”
Arremetió con su artesana lanza al primer fraile, que se dejó caer de la mula mientras el segundo salía corriendo con la suya por el campo “más ligero que el mesmo viento”. Sancho intentó desnudar al fraile caído creyendo que tenía derecho a hacerlo, por tratarse de “despojos de la batalla”. Llegaron unos mozos que no entendían de batallas y empezaron a dar patadas al pobre escudero, le arrancaron las barbas a tirones, lo cual era una gran ofensa, y le dejaron sin sentido en el suelo.
Don Quijote mientras tanto se había acercado al coche para decir a la “princesa” que ya estaba libre, presentarse como “caballero andante y aventurero”, y pedirla como único pago por su liberación que fuese al Toboso para contar todo lo ocurrido a la dama de sus amores, pues estaba “cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso”. Un escudero “vizcaíno” [‘vasco’; n.] auténtico que acompañaba a la señora (es decir, un hidalgo al servicio de un noble; n.), “asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, desta manera:
–Anda, caballero que mal andes; por el Dios que criome, que, si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno.”
[‘Vete, caballero, en hora mala, que, por el Dios que me crió, si no dejas el coche es tan cierto que este vizcaíno te matará como que tú estás aquí’. A los vizcaínos se les atribuía un lenguaje convencional, que Quevedo caricaturiza en el Libro de todas las cosas; eran además objeto de sátira en la literatura de la época, sobre todo en el teatro, por sus ínfulas de nobleza, su inocencia o simpleza y su valor, junto con su facilidad para ofenderse y encolerizarse; n.].
A pesar de toda su jerga, Don Quijote le entendió muy bien, y le dijo que un caballero no podía rebajarse para darle el castigo que merecía. El vizcaíno se ofendió aún más, acusando a Don Quijote de mentiroso. Las ofensas eran graves, de modo que de las palabras pasaron de inmediato a los hechos. Don Quijote tiró la lanza, sacó su espada y arremetió contra el vizcaíno “con determinación de quitarle la vida”. Este cogió a toda prisa una almohada del coche para protegerse, y sacó la suya en alto. Luego “se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos”.
Todos los presentes estaban “colgados de lo que había de suceder”. “Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla [la interrupción del relato para suscitar el interés del lector, recurso frecuente en los libros libros de caballerías y en poemas épicos, es utilizada por C. con intención jocosa; n.], disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor desta obra [hasta este momento la historia de DQ ha sido contada en primera persona («no quiero acordarme») por un narrador innominado y neutro, que ha recogido, ocasionalmente, las indicaciones que el propio DQ hacía al futuro historiador que escribiría sus aventuras (I, 2); pero en I, 1, se dice que «hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben»: se crea así una ambigüedad sobre la identidad de los narradores, traductores y revisores de esta «verdadera historia» que ha sido motivo de amplia discusión entre los comentaristas del Quijote; n.] no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que deste famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte”.
[El Quijote de 1605, aunque con numeración seguida de capítulos, aparece dividido en cuatro partes de muy desigual extensión. Las razones de esta distribución han sido muy discutidas, atribuyéndose unas veces a propósitos literarios y otras a una reelaboración del original primitivo. Cuando en 1615 aparece la continuación de la historia con el título: Segunda parte del ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha, en las ediciones posteriores se suprimirá la división hecha hasta entonces en la Primera; n.].
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Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación
[Los molinos de viento se conocían desde antiguo en España, pero los que vio DQ eran acaso una relativa novedad, introducida hacia 1575 desde los Países Bajos; n.]
(Quijote, I, 8. RAE, 2015)
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