Después de ser brutalmente arrollado en el capítulo anterior por una manada de toros y cabestros en medio del camino real a Zaragoza ante los ojos de las bellas pastoras de la Arcadia aragonesa, Don Quijote tiene una ‘reacción depresiva aguda’ que le hace pensar en la muerte, en el suicidio. ¡Menos mal que Sancho Panza, sentados en una arboleda junto a “una fuente clara y limpia”, se comportó como un gran psiquiatra o psicólogo intuitivo!
“No comía don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor hiciese la salva [‘comience el primer bocado’; nota al pie, n.]; pero viendo que llevado de sus imaginaciones no se acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya [‘no dijo ni una palabra‘; n.] y, atropellando por todo género de crianza [sin tener en cuenta las normas de respeto y educación], comenzó a embaular en el estómago el pan y queso que se le ofrecía.
–Come, Sancho amigo –dijo don Quijote–: sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo y tú para morir comiendo; y porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas: al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas y entomece las manos y quita de todo en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre, muerte la más cruel de las muertes.
–Desa manera –dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa–, no aprobará vuestra merced aquel refrán que dicen: «Muera Marta, y muera harta». Yo a lo menos no pienso matarme a mí mismo, antes pienso hacer como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere: yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse [‘suicidarse’; n.]. Coma vuestra merced, y créame y después de comido échese a dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando despierte se halla algo más aliviado.”
¡Espléndido diálogo e intervención terapéutica! Tanto, que a Don Quijote le pareció que “las razones de Sancho más eran de filósofo que de mentecato”. En lo que no cedió el sagaz terapeuta para redondear la eficacia de su sesión fue en desviarse “un poco lejos de aquí y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus carnes, te dieses trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil y tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea”. E hizo bien, porque con lo poco que comió y el sueño que echaron mientras “los dos continuos compañeros y amigos Rocinante y el rucio” quedaban “a su albedrío”, Don Quijote se sintió reconfortado.
Siguieron luego el camino, y vieron una venta. “Digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos.” Esta correcta ‘percepción’ de Don Quijote que muy bien señala el señor Benengeli, sirve de preludio al sorprendente encuentro con ‘la realidad’ que se va a producir a continuación en la venta.
Resulta que después de porfiar un buen rato Sancho Panza con un ventero socarrón que empezó asegurando que tenía de todo para cenar, pero terminó diciendo no tener más que “dos uñas de vaca (…) cocidas con sus garbanzos, cebollas y tocino” que estaban pidiendo: ¡cómeme, cómeme!, pareciendo esta a Sancho impecable cena, cuando se disponían a degustarla oyeron hablar en el aposento de al lado a dos caballeros sobre un libro titulado “segunda parte de Don Quijote de la Mancha”, del que comentaban que contenía “disparates” que no podían gustar a los que hubiesen leído la primera, y el mayor de todos que Don Quijote ya no estaba enamorado de Dulcinea del Toboso.
Una nota al pie en la edición del Quijote de la RAE del 2015 aclara a los lectores que este es el momento en que Cervantes se refiere por primera vez en su novela de manera explícita al Quijote apócrifo de Avellaneda, un libro que al ser conocido por sus personajes influirá de manera decisiva en el curso de la narración cervantina. Y lo que resulta más sorprendente: ¡unos personajes literarios van a conocer la existencia de otros personajes literarios que han usurpado su identidad! El anónimo autor escondido detrás del seudónimo, ‘Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la Villa de Tordesillas’, roba descaradamente la historia a Cervantes en 1614 con su SEGUNDO TOMO DEL INGENIOSO HIDALGO DON QUIXOTE DE LA MANCHA, y además le vapulea maliciosamente en el prólogo del libro. Don Miguel se defiende y le devuelve una buena zurra en el prólogo de esta Segunda parte, en el presente capítulo, y en otro próximo que ya comentaremos. El robo literario de la identidad de Don Quijote y de Sancho Panza ocurre en la realidad, y obedece a rencillas, envidias, odios y venganzas todavía no aclaradas por la crítica cervantina entre los escritores (famosos y no tan famosos pero con ganas de serlo) del combativo Siglo de Oro. Los plagios, copias y autopréstamos eran frecuentes en la época al no existir como hoy el derecho de propiedad intelectual (aunque el ‘cortapega’ por Internet ha terminado haciéndose universal, ¡no digamos en las Universidades!), pero el atrevimiento del Licenciado Avellaneda traspasaba los límites al uso. Cervantes tuvo entonces la genialidad de introducir el robo en la Segunda parte de su ficción para defenderse desde dentro atacando (según el viejo adagio atribuido al escritor, estratega y militar chino, Sun Tzu, de que la mejor defensa es un ataque si se está en tiempos de abundancia, ¡y abundancia lingüística Cervantes tenía de sobra!), algo que supuso la más inteligente de las defensas. Este propósito, el de devolver el golpe como buen soldado siendo más certero que el enemigo, el de llevar a cabo la mejor defensa-ataque posible contra Avellaneda, fue probablemente el que movió a Cervantes a hacer lo que hizo. Aunque luego el asunto tomó otra dimensión, porque con su estrategia de defensa acababa de realizar de facto una invención revolucionaria, histórica, para el desarrollo de la novela y la técnica narrativa, como han analizado tantos cervantistas. La invención literaria de: 1) introducir hechos reales dentro de una ficción para ser conocidos, analizados y juzgados por los personajes, 2) introducir la ficción de un autor dentro de la de otro, y 3) introducir en una ficción el robo o suplantación real de identidades que ha tenido lugar en otra ficción para que los ‘verdaderos personajes’ del autor originario puedan defenderse de los impostores de la ficción apócrifa, en definitiva, todo este juego de espejos, toda esta invención que difumina las fronteras entre realidad y Literatura comunicando ambos mundos, posiblemente no fue deliberada ni pensada como tal por Cervantes, sino un beneficio colateral, una carambola no prevista de su acción de defensa. ¡Posiblemente!
Don Quijote se encolerizó y protestó en voz alta cuando oyó a través del tabique la gravísima acusación que le hacían de desenamoramiento de Dulcinea. [Tras recibir una carta desdeñosa de Dulcinea del Toboso, firmada por Aldonza Lorenzo o Nogales, Don Quijote, en la continuación apócrifa, decide tomar el nombre de «Caballero Desamorado»; n.].
“–Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado ni puede olvidar a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido”.
Don Juan y don Jerónimo, los dos caballeros, entraron entonces en el aposento de Don Quijote, y uno de ellos nada más verle le echó los brazos al cuello y dijo:
“–Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego.”
Don Quijote cogió el libro, le estuvo hojeando, y al poco rato se le devolvió y dijo:
“–En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza: y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.”
“¡Donosa cosa de historiador!”, dijo Sancho, que se identificó ante los caballeros, preguntando qué más estaba escrito sobre él en esa historia. Don Jerónimo le informó:
“–Pues a fe –dijo el caballero– que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor y simple y nonada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe.
–Dios se lo perdone –dijo Sancho–. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí, porque quien las sabe las tañe [‘cada uno sabe sus cosas’; n.], y bien se está San Pedro en Roma.”
Don Quijote aceptó la invitación para cenar con los caballeros, se fue a su aposento y les contó en detalle toda la historia de esta Segunda parte, quedando los dos “admirados de sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían por discreto y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse qué grado [‘calificación’, ‘nota’, en términos universitarios; n.] le darían entre la discreción y la locura.” Dejó Sancho al ventero borracho después de dar ambos buena cuenta de las uñas de vaca y entró en la habitación de los caballeros. Preguntó si además de llamarle “comilón”, también le llamaban “borracho” en aquel libro. Don Jerónimo dijo que sí, que aunque con razones mentirosas según él observaba su “fisonomía” en ese momento, tal le llamaban.
“–Créanme vuesas mercedes –dijo Sancho– que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado, y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.
–Yo así lo creo –dijo don Juan–, y, si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.
–Retráteme el que quisiere –dijo don Quijote–, pero no me maltrate, que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.”
Le insistieron los caballeros para que leyese más del libro apócrifo, pero Don Quijote se negó “diciendo que él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído”. Cuando les dijo que su intención era dirigirse a Zaragoza para participar en unas célebres justas y estos le informaron que precisamente allí había ido el falso don Quijote [capítulo XI de Avellaneda; n.], razonó de este modo:
“–Por el mismo caso –respondió don Quijote– no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.”
Don Jerónimo le sugirió unas justas que se celebraban en Barcelona, aceptó la sugerencia, y tomó la decisión de encaminar sus pasos hacia allí al día siguiente. Los dos caballeros quedaron “admirados de ver la mezcla que había hecho de su discreción y de su locura, y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés.”
El propósito de defenderse del robo de su historia y de la usurpación e impostura de las identidades de sus personajes que con notable malicia había perpetrado Avellaneda, probablemente fue lo que condujo a Cervantes a dar con unas invenciones narrativas revolucionarias. El cervantista y catedrático de Literatura, Luis Gómez Canseco, dice en su Lectura del Quijote: “Avellaneda había adulterado grave y sistemáticamente los personajes ideados por C., haciendo de DQ un loco desenamorado, descreído y soberbio, y de Sancho un villano zafio, glotón y codicioso. (…) Parte de la crítica cervantina ha considerado que todas las intervenciones realizadas por C. tras la lectura de Avellaneda comienzan en este momento. No obstante, tenemos indicios suficientes para afirmar que también se reescribieron un buen número de pasajes y episodios anteriores a este capítulo 59. (…) El libro de Avellaneda obligó a C. a realizar una profunda revisión de su propia obra (…). A partir de aquí, el libro apócrifo se convierte en eje de la trama. (…) Esto implica el nacimiento de una nueva trama y hasta de una nueva narración, marcada por la voluntad de los protagonistas, que se esforzarán en poner distancia con sus dobles”.
Según nota al pie en la edición de la RAE: “Ni que decirse tiene que a causa de estos cambios se resiente la estructura temporal y la cronología de esta Segunda parte.”
La influencia conocida de Avellaneda en la obra de Cervantes fue decisiva, pero la posible pudo ser mucho mayor, una gran e irónica paradoja. Hay quien ha sugerido que de no haberse publicado el SEGUNDO TOMO en 1614, no se habría publicado la Segunda parte en 1615. Y quizá nunca. Cervantes murió el 22 de abril de 1616.
.
Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se puede tener por aventura, que le sucedió a don Quijote
(Quijote, II, 59. RAE, 2015)
.
.
(Nota.– En este año de pandemia por el felón coronavirus, hoy, 6 de diciembre de 2020, extraño puente con mascarillas obligatorias y libertad reducida por los confinamientos perimetrales establecidos en las Comunidades Autónomas para salvaguardar algo de la no menos extraña Navidad que se acerca, día en que muchos ciudadanos españoles celebramos la Constitución de 1978 como un gran bien para la convivencia, y más aún por el tiempo político cada vez más polarizado en que vamos entrando, solo queremos decir tres cosas: que la Constitución del 78 nos ha traído 42 años inéditos en nuestra Historia, años de paz, democracia, desarrollo económico y progreso social; que su reforma debe realizarse mediante referéndum de todos los españoles; y que cada día resulta más necesario que todos trabajemos en nuestras mentes para disponer de un tratamiento preventivo contra el malandrín virus de la polarización de la sociedad y de la política, del que nada bueno cabe esperar).
.
.